PARA ANA VELDFORD

Lourdes Casal

Nunca el verano en Provincetown
y aún en esta tarde tan límpida
(tan poco usual para Nueva York)
es desde la ventana del autobús que contemplo
la serenidad de la hierba en el parque a lo largo de Riverside
y el desenfado de todos los veraneantes que descansan sobre ajadas frazadas
de los que juguetean con las bicicletas por los trillos.
Permanezco tan extranjera detrás del cristal protector
como en aquel invierno
-fin de semana inesperado-
cuando enfrenté por primera vez la nieve de Vermont
y sin embargo, Nueva York es mi casa.
Soy ferozmente leal a esta adquirida patria chica.
Por Nueva York soy extranjera ya en cualquier otra parte,
fiero orgullo de los perfumes que nos asaltan por cualquier calle del West
Side.
Marihuana y olor a cerveza
y el tufo de orines de perro
y la salvaje vitalidad de Santana
descendiendo sobre nosotros
desde una bocina que truena improbablemente balanceada sobre una escalera
            de incendios,
la gloria ruidosa de Nueva York en verano,
el Parque Central y nosotros,
los pobres,
que hemos heredado el lado del lado norte,
y Harlem rema en la laxitud de esta tarde morosa.
 El autobús se desliza perezosamente
hacia abajo, por la Quinta Avenida;
y frente a mí el joven barbudo
que carga una pila enorme de libros de la Biblioteca Pública
Y parece como si se pudiera tocar el verano en la frente sudorosa del
            ciclista
que viaja agarrado de mi ventanilla.
Pero Nueva York no fue la ciudad de mi infancia,
no fue aquí que adquirí las primeras certidumbres,
no está aquí el rincón de mi primera caída,
ni el silbido lacerante que marcaba las noches.
Por eso siempre permaneceré al margen,
una extraña entre las piedras,
aun bajo el sol amable de este día de verano,
como ya para siempre permaneceré extranjera,
aun cuando regrese a la ciudad de mi infancia,
cargo esta marginalidad inmune a todos los retornos,
demasiado habanera para ser newyorkina,
demasiado newyorkina para ser,
-aun volver a ser-
cualquier otra cosa.

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