Carta de agradecimiento a los censores




(un fragmento del ensayo mío publicado en la antología "El compañero que me atiende")

Debo confesar que mis mayores agradecimientos los guardo siempre para los censores. Sin ese Ejército Secreto, ¿quiénes seríamos nosotros, los que aspirábamos y aspiramos a ser escritores? ¿Quién sino ellos se hubiera leído nuestras primeras obras, tan imperfectas, tan ilegibles? ¿Quién hubiera seguido con tanta atención todo lo que escribíamos? ¿Quién otro podría haberle dado ese aire de azarosa aventura al oficio de escribir?
En estos tiempos, cuando la literatura se vuelve cada vez menos popular, añoro a esos despiadados críticos que se veían obligados a leer nuestras obras, a esos lectores anónimos y mal pagados que debían revisar cuanto relato presentáramos en un taller o enviáramos a un concurso. Les debo buena parte de mi éxito, de mi perseverancia en la escritura.
Nací en una familia de escritores, más bien de escritoras. Mi abuela por parte de padre, Carmen Lovelle, escribió en 1961 una novela corta que se publicó en Lunes de Revolución. Se llamaba Diario de una mujer. Tuvo mucho éxito, y mi abuela se hizo famosa de la noche a la mañana, por lo menos en Oriente, donde vivía. Incluso le propusieron que escribiera guiones de radio para una emisora de La Habana. Pero ella no se atrevió a dejar aquel pequeño pueblo cerca de Palma Soriano, Palmarito de Cauto, donde vivía. Hubiera tenido que cambiar completamente su vida.
Siguió escribiendo, pero no eran relatos de su vida, sino cuentos costumbristas, sobre guajiros, a los cuales conocía más bien de lejos. Influenciada por Samuel Feijóo, hizo un libro entero de relatos costumbristas. Sus padres habían sido dueños de tierras y bodegas, nunca trabajaron la tierra; se hicieron pobres con el paso del tiempo, pero nunca cultivaron ni un huerto. Cuando llegó a terminar aquel libro, ya nadie se acordaba de su novela en Lunes de Revolución, y a nadie le interesaban los relatos sobre guajiros ocurrentes y graciosos.
Pienso que lo que le impedía escribir de la realidad a su alrededor era un sentimiento muy fuerte de autocensura. Cualquier cosa que describiera podía interpretarse como una queja, como una crítica, y mi abuela era una persona muy revolucionaria. La única crítica que se permitía contra el Gobierno era un chiste que solía repetir mucho, y que de niña yo no lograba entender.  Carmen decía que las cosas en Cuba andan como andan porque antes (entiéndase antes de la revolución) en Cuba gobernaban los blancos, y los negros les hacían caso. Ahora, según ella, gobiernan los negros, pero los blancos no les hacen caso.
Mi madre era  rusa, y vivió más de 20 años en Cuba. Al volver a Rusia, a finales de 1992, estuvo unos diez años escribiendo un libro de memorias sobre su vida en la isla, que nunca llegó a terminar. Es por eso que mi padre decía, a veces con tristeza,  a veces con enfado, que las mujeres de su familia eran escritoras, pero escritoras de un solo libro (yo misma había publicado en ese entonces un libro, Adolesciendo, a los 18 años, y luego durante más de 10 años no había vuelto a escribir nada en español). Por cierto, en el mismo concurso literario donde obtuve el primer lugar en el género de prosa, mi abuela ganó una mención, así que competí con mi propia abuela sin saberlo, y para colmo, ¡le gané!
Como se puede ver, soy de una familia que aprecia mucho la literatura, una familia potencialmente literaria, por lo menos en su parte femenina. Lo de potencialmente lo digo porque muchas mujeres no llegan a ser escritoras, aunque podrían haber llegado a serlo, pues prefieren vivir la vida real a describirla, y en la vida de una mujer casada hay tantas preocupaciones y tantas cosas que hacer que no queda mucho espacio para escribir, como bien lo explicó Virginia Wolf .

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