Una verdadera joya
Mi padre era joyero y como era joven, en
verdad estaba de aprendiz de joyero, pero en cuanto él me hizo yo estuve segura
que un día mi padre sería
el joyero más famoso del mundo. Pude decirlo sin falsa modestia – yo era su
primera obra (porque antes de hacerme mi padre solo le ayudaba a su maestro), y
ya era perfecta.
Mi madre... bueno, aquí es donde todo se vuelve un poco difícil. Es que cada joya
necesita dos seres humanos para llegar a existir de verdad: uno que la crea y
otro que la lleva puesta. Y yo, al principio, solo tenía padre, que me hizo de
unas piezas de alambre cobrizo y de unos pedazos bonitos de cristal de color
verde oscuro.
Cuando me vi a mi misma en el espejo por
primera vez, estuve encantada. ¡Qué bella yo era! ¡Cómo brillaba en la luz de
las lámparas! “¡Que le guste a ella!” mi padre exclamó, y yo entendí que habló
de mi madre. ¡Yo tenía muchas ganas de conocerla! Esperaba cada día que mi
padre me presentara a ella.
Al final, el día más importante de mi vida
llegó. Mi padre me frotó con un tejido y me dijo que era muy hermosa. Después
me colocó en un estuche muy estrecho, oscuro y mal ventilado. Era poco
agradable pero yo no me ofendí; sabía que eso no era por mucho tiempo, que yo
iba a conocer a mi bella madre muy pronto. De hecho, estaba tan ansiosa que me
quedé dormida.
Yo me desperté cuando oí a mi padre decir, en
una voz temblorosa, “¡Feliz cumpleaños! Eso es para ti. Lo he hecho yo
mismo...”
“¡Ay,
gracias!” mi madre dijo. “Eres el aprendiz del joyero, ¿no?”
Ella abrió mi estuche y me miró. Era muy
linda, con ojos oscuros y pelo rubio y largo. Mi madre me sacó del estuche y
sonrió.
“¡Qué
bonita pulsera! ¿Son esmeraldas?” le preguntó a mi padre.
Yo me sentí muy orgullosa y brillé más
fuerte.
“No,
simplemente son cristales de color”, mi padre respondió.
“Ah”,
mi madre suspiró – y desde luego me metió en mi estuche otra vez y lo puso
sobre la mesa.
Como no cerró la tapa, yo podía respirar y
ver un poco a mí alrededor. Pero no quería ver nada. Mi madre me abandonó – ni
siquiera probó cómo le quedaba… Y mi padre probablemente se fue. Yo estaba
totalmente sola en mi estuche oscuro en medio de cajones de varias colores y
tamaños, una joya inútil y fea. Nunca me sentí tan desgraciada. Quizá mi padre
y yo nos equivocábamos, y yo no era la pulsera más
hermosa del mundo...
“¡Qué
bonita pulsera!” alguien dijo otra vez. No miré hacia arriba. Estaba segura que
esa nueva chica quiso burlarse de mí.
“Tómala
para ti si quieres”, mi madre le dijo a ella. “No voy a ponérmela de todos
modos”.
“Pero
yo la hice para...” mi padre comenzó. Al oír su voz me dieron ganas de llorar.
“¿Tú
la has hecho, tú mismo?” la chica exclamó y, sacándome del estuche, se acercó a
mi padre. “¡Es genial!”
“No
son esmeraldas”, él le advirtió tristemente.
Pensé que la chica me iba a poner otra vez en
la mesa, pero no lo hizo.
“¿Y
qué? Es una cosa muy hermosa”, ella dijo.
En ese momento me dio curiosidad, y miré hacia
arriba.
La chica tenía los ojos tan verdes como mis
cristales, y su pelo era de color cobre. Ella estaba sonriendo a mi padre. Al
final, él le devolvió la sonrisa y le ayudó a sujetarme en su muñeca.
Entonces comprendí que ella era mi verdadera
madre – ella, a quien no le importaba si yo era de esmeraldas o de cristales. Y
a mí misma ya no me importaba si mi padre llegaba a ser un joyero famoso o no.
Solo esperaba que me fuera a hacer muchos más hermanos y hermanas.
Ekaterina Ryakhina
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