El niño Iván y yo
Novela casi biográfica.
Moscú y la llegada a Cuba.
Mis primeros pasos quedaron grabados en las veredas sembradas de tilos de
los Montes de Vorobiov, que se extienden a lo largo del río Moscú y pasan a ser
parte del parque Gorki.
Mis padres se conocieron en Moscú. Era otoño, los pájaros volaban al sur en
bandadas, el viento arrancaba de las ramas hojas color púrpura y oro, que
quedarían poco después sepultadas bajo los pies de los transeúntes.
Mi padre, Reinaldo, acababa de terminar un año de estudios preparatorios de
ruso en Bielorrusia y estudiaba psicología en la Universidad Estatal Lomonosov.
En realidad él hubiera preferido estudiar filosofía, pero en el año 1962 Cuba
se consideraba aún un país capitalista, y los estudiantes de esos países no
podían solicitar esa carrera.
Al menos, eso fue lo que le dijeron, así que optó por psicología. Mi madre,
Viera, estudiaba en esa misma universidad, en la facultad de Periodismo.
Se conocieron en una de las cafeterías del campus universitario, cuando
Viera acompañaba a una amiga, que no quería asistir sola a la cita con un
cubano, un compañero de curso de mi padre.
Por alguna razón, durante ese primer encuentro mi padre, un bromista sin
remedio, le dijo a su futura esposa que
se llamaba Lalbahal Lalbajadur, que era árabe y tenía 28 años.
Mi futura madre pensó: “¡Tan viejo, tan feo y además, con un nombre tan
horrible!”. Ella tenía 20 años, parecía una actriz italiana y no sospechaba
que, en realidad, mi padre era un año
menor que ella.
La historia de sus amores la desconozco, solo sé que Reinaldo escuchó
muchos poemas de Alexandr Blok, el poeta preferido de mi madre, paseando debajo
de la hojarasca en los montes de Vorobiov,
e hizo todo para aparentar que aquellas lecturas lo emocionaban
profundamente.
Años más tarde me confesaría que
solo entendía algunas palabras sueltas, pero el significado de los versos
lograba siempre huir, nebuloso, como la neblina que cubría por las mañanas las
hojas desprendidas de los árboles durante la noche.
La única posibilidad de ponerle fin a las interminables lecturas era
contraer matrimonio, y creo que fue por eso que muy pronto se casaron.
Mi madre me contaría después que una mañana de invierno, cuando ella se
levantó de la cama y trató de ponerse las zapatillas, no pudo hacerlo, pues
ambas tenían algo dentro.
Eran pequeños chocolates y bombones, regalos simbólicos de Navidad, algo
que ella jamás había recibido. En Rusia desde finales de los años 30 se podía
adornar para fin de año un arbolito, pero nada en él podía recordar la antigua
fiesta religiosa, era un arbolito de Año Nuevo con una estrella roja en su
cima.
Quedaba permitido celebrar esa fecha significativa con champaña y con
ensaladilla rusa, pero nadie debía mencionar siquiera la Navidad, el lugar del
niño Jesús lo ocuparon el Abuelo de las Nieves, una respuesta soviética al
personaje de Santa Klaus, y su extraña nieta, Sniegúrochka.
Los regalos serían destinados solo a los niños pequeños, que podrían
escribir una carta al Abuelo de las Nieves.
Unos nueve meses después nacería yo, y sería registrada con el nombre de
Verónica, como el más parecido al de mi madre, Viera. Me imagino que fui un
regalo del Santa Claus ruso.
Un año después la primera hojarasca nos trasladó a Cuba, donde comenzamos a
vivir con la familia de mi padre, en Palmarito de Cauto, un pueblo situado a
unos 50 kilómetros de Santiago, a orillas de otro río, el Cauto.
Palmarito también estaba rodeado de colinas e incluso de montañas, pero la
vida en el pueblo era tan tranquila y apacible como si se hubiera quedado al
margen de la historia, de ese drama
lleno de trasformaciones que estaba viviendo Cuba.
Por las mañanas los gallos anunciaban que pronto saldría el sol, y por el
aire se esparcía un aroma de pan recién horneado, al que luego se sumaba el
olor del café acabado de colar, que se preparaba con la ayuda de un colador de
tela parecido a un viejo calcetín.
La leche era de
una granja cercana, estaba hervida ya, pero además le ponían sal para que no se
cortara, pues en el pueblo hacía siempre muchísimo calor. Así que en el café
con leche en Palmarito se podían degustar el sabor dulce del azúcar moreno mezclado
con un toque de sal y la amargura del grano muy tostado de café de las lomas
del Mogote, un sabor único que solo probé en ese sitio. Todos los niños
tomábamos café con leche junto con los adultos.
Para mi madre la vida en Palmarito fue un choque total, desde las
lagartijas que paseaban libremente por el techo de la casa que construyó mi
abuelo Rey, el cerdo que pedía comida desde su corral en el patio, las gallinas
que entraban y salían de la cocina, cacareando, hasta las impertinentes ranas
que se metían constantemente en la ducha por la persiana abierta.
Poco después nos mudamos para La Habana, pues en aquel pueblo, lógicamente,
no había ningún trabajo para un psicólogo recién graduado, y los problemas
psicológicos de sus habitantes se resolvían acudiendo a un babalao (un brujo
africano), y haciéndose una “limpieza”, o no se resolvían de ninguna manera.
Me imagino que la vida apacible del pueblo, con su sol del mediodía, sus
siestas y sus paseos por el parque cuando caía la tarde, creaba un antídoto a
prueba de casi cualquier problema psicológico.
En cambio, mi vida a partir de ese momento siempre fue un poco complicada,
como mínimo, tuve que convivir entre dos idiomas, uno que escuchaba en la
calle, y otro, el que se hablaba en mi casa.
Desde el momento
mismo del primer encuentro mis padres hablaban solo en ruso, y siguieron
manteniendo esa costumbre, pues cuando mi madre, Viera, llegó a la isla, no
sabía español, y ese era el único idioma en el que podía comunicarse con mi
padre.
Tal vez fuera por esa razón, por oír en mi propio hogar solo palabras en
ruso, que yo sentía una necesidad imperiosa de demostrarle a todo el mundo que
era cubana.
Al principio, durante los primeros años de nuestra vida en La Habana, mi
madre no trabajaba, y la recuerdo lavando a mano en un lavadero.
Me veo a mí misma metida en un cubo de agua donde cabía completa. Hace
mucho calor, pero no lo siento, y veo el resplandor ardiente del sol sobre la
superficie del agua. Si cabía en el cubo, debía de ser muy pequeña.
En esa época vivíamos en un sitio llamado Mayanima, situado bastante cerca
del mar, en casa de un colega de mi padre.
Viera, cuando nos trasladábamos a Mayanima en un automóvil de un amigo de
mi padre, viendo que nos alejábamos cada vez más del centro de la ciudad,
preguntó con cierto miedo: ¿Y esto, también es La Habana?
Las aceras de ese barrio estaban cubiertas de arena, y enfrente de las
casas, por la mañana temprano,
aceleraban el paso pequeños cangrejos color carne, que corrían a
esconderse en sus cuevas cuando yo intentaba agarrarlos.
Por la tarde, cuando bajaba el, mi madre y yo salíamos a pasear. La gente nos
miraba con mucha curiosidad y hacía comentarios en voz alta, ya que podía decir
lo que quisiera, pues mi madre no los entendía. Pero yo sí que entendía,
gracias al año que pasé en Palmarito hablaba español perfectamente.
Los niños que vivían allí me gritaban casi
siempre “la rusita”, “allí va la rusita”, aunque físicamente de rusa yo no
tuviera nada. A mí me molestaba mucho que me llamaran así, por eso se me
ocurrió la siguiente respuesta: “Yo no soy ninguna rusita. ¡Me llamo Verónica
Pérez cubana!”
En realidad mi segundo apellido, “Konina”,
pronunciado con un acento en la segunda sílaba, a la edad de cuatro años me
sonaba casi igual a “cubana”. Era curioso que precisamente se tratara de mi
apellido ruso, el apellido de mi madre.
Mi padre desaparece.
Después nos
mudamos a Cubancán, uno de los barrios residenciales de la capital cubana,
antes de 1959 allí solo vivía gente muy rica, que años después albergó primero
a los estudiantes de otras provincias, y después a profesores y científicos del
instituto médico Victoria de Girón.
A
finales de los años 80 en la zona, que se llamaba “zona congelada”, y que de
niña me imaginaba atacada de vez en cuando por el frío invernal semejante al que
había sentido en Moscú, con heladas, nieve y ventiscas, comenzaron a habitar
los empleados del Centro de Biotecnología, construido justo por esa década.
En
realidad se llamaba “zona congelada” porque la gente que vivía allí no podía
mudarse a otro barrio, ni vender o dejar en herencia su casa.
Además
de proyectos educativos e investigativos, en mi barrio, justo enfrente de mi
casa, vivían las famosas vacas europeas que escondían la cabeza dentro de un
pequeño espacio con aire acondicionado, y así podían imaginarse pastando en los
Alpes, aún a pesar de que el resto de sus cuerpos quedara expuesto al
implacable sol tropical.
Se
esperaba que aquellas pobres vacas se acostumbraran poco a poco al calor
tropical, a comer bagazo de caña, y con el tiempo darían muchísima leche. Años
más tarde, cuando la leche desapareció casi por completo, las vacas también se
esfumarían como por arte de magia.
Pero en
mi infancia había allí también un criadero experimental de gallinas, una
fábrica secreta de bombones y biscochos que solo podían comprarse en el Parque
Lenin, y hasta una planta de yogur para abastecer de esa bebida a los futuros
médicos e investigadores.
En fin,
que era un barrio extremadamente especial, y muy cerca, en la misma calle, se
encontraba la residencia del embajador de Venezuela.
Nuestra casa
era muy grande, color rosa, y tenía un enorme jardín. La compartíamos con otra
familia de profesores de Girón, Teresita y Felix.
En general,
todo el barrio, y especialmente nuestra manzana, eran un enorme jardín
abandonado con árboles de mango, marañón, níspero, anón, flores silvestres y
marpacíficos, árboles con lianas a los que podía trepar para jugar a las casas.
Delante
de la casa crecía un enorme árbol de flamboyán, sus ramas cubrían toda la parte
derecha del tejado y, cada vez que florecía, sus flores rojas eran como
verdaderas llamas de fuego. Me resultaba muy intrigante el hecho de que en cada
flor hubiera, además de los pétalos rojos, un pétalo multicolor, de fondo
blanco, con franjas de todos los colores del arco iris.
Para mí
era un pétalo mágico, un pétalo que se podía lanzar al viento y pedir un deseo,
como en un cuento ruso que había leído una vez, titulado “La flor de los siete
pétalos”, que luego fue llevado a las pantallas en un dibujo animado. Aunque el
flamboyán tuviera sólo un pétalo mágico en cada flor, en esa época había
suficientes flores en mi árbol para que se cumplieran todos mis deseos.
“Vuela,
vuela hojita mía, de este a oeste con el viento, y regresa en un momento,
usando el norte por guía. Y no olvides que al caer, lo que te pida haz de
hacer”, decía la niña en aquel dibujo animado.
Un buen
día de otoño de 1978 mi padre desapareció sin decirme nada, y nadie quiso
explicarme dónde se encontraba. En mi cabeza no cabía que se hubiera ido sin
haberse despedido de mí, sin darme ninguna explicación.
Lo único
que podía pedir era que volviera…
Mi padre, que me leía mis cuentos preferidos de Pushkin en ruso antes de
dormir, que me cantaba canciones de Bola de Nieve, se había ido sin decir
adiós.
Nadie me compraría más helados en el instituto Victoria de Girón, donde
trabajaba, situado solo a unas tres cuadras de nuestra casa, ni me llevaría a
pasear a un parque con columpios y tobogán.
Sobre esos helados que me gustaban tanto, y que se llamaban Frossen, mi
padre siempre decía estaban hechos de “antimateria”, pues sus componentes eran
totalmente desconocidos para la ciencia.
¿Quién me haría esas bromas tan ocurrentes?
Además, mi padre promulgó en casa el lema de que estaba permitido todo,
salvo aquello que estaba prohibido. Así que nadie podía regañarme por
indisciplinas pequeñas, por ejemplo, por andar descalza o por no peinarme, pues
de antemano nunca se dijo que estuviera prohibido.
Era mi padre además quien se
despertaba junto conmigo a las 6h de la mañana, me preparaba un desayuno
(normalmente consistía de café con leche, ya sin sal, y pan con mantequilla) y
cruzaba junto conmigo la calle.
Es que a las 7h venía a recogerme un autobús de la escuela soviética, era
un gran privilegio en un país donde el transporte urbano siempre estuvo muy
escaso, casi inexistente, y más en el lejano barrio de Cubanacán. Por mi calle
solo pasaba la ruta 91, que aparecía solo de vez en cuando, con periodicidad de
una cada dos horas, más o menos. También había otra ruta, la 22, pero esa
pasaba junto a la Escuela Victoria de Girón, donde trabajaba mi padre.
El autobús que me venía a buscar era un antiguo vehículo estadounidense que
antes de la revolución llevaba a los niños de las escuelas privadas a sus
hogares, y ahora solo transportaba a menores extranjeros que estudiaban en
escuelas especiales.
El único problema era que había que estar a tiempo en la acera de enfrente de
mi casa, el autobús (o guagua, como le decimos en Cuba) no me esperaba ni un
minuto, pues yo era la única niña que recogían en mi barrio.
Así que, tras la partida de mi padre, tuve que empezar a hacerme el
desayuno yo misma, y también me vi
obligada a aprender a cruzar yo sola la avenida 25, con suficiente tráfico por
las mañanas.
Mi madre, que solía tener cursos nocturnos en la Universidad, a esa hora
dormía profundamente.
Si perdía el autobús, tenía que despertar a mi madre, rogarle que me
acompañara a la escuela en el transporte urbano, y de todas formas llegaba muy
tarde, a la segunda o a la tercera clase.
Con la desaparición de mi padre también empecé a leer sola antes de dormir,
pues se suponía que ya era grande y sabía leer no solo en ruso, sino también en
español.
Poco antes, cuando tenía cinco años, estuve asistiendo a una escuela cubana,
la escuela de mi barrio, que estaba a unos 200 metros de mi casa. Me resultó un
lugar muy curioso, pues allí estudiaban tanto los hijos de profesores del
instituto médico, que habitaban en el prestigioso barrio de Cubanacán, como los
oriundos de otro barrio aledaño,
oficialmente denominado Zamora (en honor al monje que lo fundó), pero que el populacho
tildaba de Palo Caga’o.
Ese tugurio era bañado por las aguas del río Quibú, negras y apestosas, y
los niños que habitaban las desteñidas casitas de Zamora pertenecían a una
estirpe capaz de superar cualquier plaga o enfermedad, que sin duda albergaban
las putrefactas orillas.
Las maestras de esa escuela también procedían, en su mayoría, de aquella barriada,
peligrosa tanto de día como de noche. De más está decir que tenía
terminantemente prohibido pasear más allá de la esquina y adentrarme en Zamora.
Tal vez esa experiencia fue la que forjó mi carácter desde los cinco años,
pues, en lugar de ser agredida o humillada por aquellos niños, desde el inicio
respondí con piñazos y patadas a cualquier intento de ofenderme, y supe ganarme
el respeto o hasta el miedo de los pequeños provenientes de las orillas del río
Quibú.
Mi padre, que era el encargado de llevarme a la escuela y recogerme, pues
la escuela quedaba justo camino a su trabajo, me relató que un día, cuando fue
por la tarde a buscarme, me descubrió peleando con un niño que claramente
provenía del barrio Zamora.
Aunque el pequeño, para colmo, se encontraba a punto de perder la pelea,
pues estaba desarmado, mientras yo blandía mi pesado maletín con el que lo
golpeaba sin parar, Reinaldo optó por la demagogia y comenzó a regañarlo por
“pegarle a una niña”, dejando al niño completamente atónito.
Él siempre estaba de mi parte, en cualquier conflicto podía contar con su
apoyo y su defensa, y por eso también sentí tanto su partida…
Cuando luego, ya cursando segundo grado en la escuela soviética, la maestra
nos propuso escribir una composición sobre nuestra primera escuela, yo decidí
que aquel era el momento justo para revelar todos los abusos que existían en aquel
colegio cubano.
Se suponía que los niños “soviéticos” describirían la escuela donde habían
estudiado en la URSS, pero yo no había tenido esa posibilidad.
Era una niña muy observadora, pienso que esa fue justo la primera vez que
ejercí mi futura profesión de periodista, ya que denuncié que las maestras se
comían todo el pollo del arroz y en general toda la carne que aparecía en los
platos que nos daban en el almuerzo, y le pegaban a los niños con un puntero o
con una regla.
Por suerte, nunca estuve entre los maltratados, pero ya a la escasa edad de
ocho años aquello me parecía un abuso, al igual que su hábito de dejar a los
alumnos castigados después de las clases, sin permitirles regresar a casa, o
sin almuerzo.
Se me ocurrió enseñarle la composición a Viera, solo para saber su opinión.
Mi madre prefería no revisarme las tareas, quería que yo fuera completamente
“autónoma” en mis estudios.
Ella la leyó en silencio, no comentó nada sobre las injusticias que yo
revelaba, pero su veredicto fue que resultaba completamente imposible entregar
un texto así a mi maestra rusa.
Así que tuve que escribir otra cosa, algo inventado que me dictó ella misma,
un relato que olvidé por completo al poner el punto final.
Esa era su estrategia, vivir como si en el mundo no existiera un barrio que
se llamaba Palo Caga’o, a menos de un kilómetro de nuestra casa, y su negativa
a ver esas partes de la realidad convertía la verdad en un término muy
cuestionable.
Mi madre vivía en un mundo imaginario que había inventado ella misma, un
mundo de aristócratas y personas refinadas.
Debo confesar que yo en esos años amaba la escuela soviética, adoraba a mi
primera maestra, y no quería volver al colegio cubano bajo ningún pretexto, algo
que mi madre utilizó durante todo ese período de ausencia de mi progenitor para
chantajearme.
Ella siempre me decía, ante la menor indisciplina de mi parte, que me
mandaría de vuelta al “colegio de la esquina”, y lograba de mí todo lo que
quería.
Me sentía muy lastimada, pues yo misma le había mostrado mi punto débil al
darle a leer aquella composición que había escrito con tanta inspiración.
Para colmo, ella tampoco quería decirme dónde estaba mi padre. Era un
complot de silencio.
Después, unos meses más tarde, me explicó que mi padre se encontraba en
África, pero no me quedó muy claro qué se le había perdido en aquel remoto
continente.
Me venía a la mente el consejo del escritor ruso infantil Kornéi Chukovski,
que alentaba a sus pequeños lectores de principios del siglo XX: “No vayáis,
niños, por nada en el mundo, a África, a África a pasear, en África hay
gorilas, malvados cocodrilos, que os van a morder y os van a matar”.
Ese entrañable poema también me lo solía leer mi padre, por las noches,
antes de dormir, recuerdo que en el mismo dos niños pequeños, Vania y Tania, finalmente
se escapan a África, y solo de milagro logran salvarse de un horrible caníbal,
llamado Barmaléi.
A pesar de que existían rumores de que en algunos países del continente
negro seguían vivas las tradiciones ancestrales de comerse al prójimo y, ante
todo, a cualquier forastero, a finales de los años 70 en Cuba cada vez más
personas, inexplicablemente para mí, partían a cumplir las llamadas “misiones
internacionalistas”.
Los que se iban a alguna misión a otro país no podían, al parecer, contarle
nada a ninguno de sus familiares, ni siquiera a los más cercanos. Por eso mi
padre no pudo contarnos nada ni a madre, ni a mí.
Aunque en realidad se pasaban más de un mes en Cuba, en entrenamientos o
algún tipo de cursos de preparación, desde el momento en que los “movilizaban”
ya no podían regresar a sus casas ni despedirse de la familia.
Pero entonces en mi cabeza no cabía que mi padre se hubiera ido aquel lugar tan lejano, y ese vacío que
apareció con su ausencia traté de llenarlo con libros que tomaba en la
biblioteca de mi escuela rusa.
Mi padre fue también el primero que fomentó mi amor por la lectura, pues un
día se apareció en casa con un libro de Rudyard Kipling que se llamaba
“Precisamente así”, y que contenía los cuentos cortos de ese escritor,
traducidos al español.
De hecho, fue el primer libro que me leí en español, y lo hice en apenas un
par de horas. Después le pedí a que me diera otro libro semejante, ya que ese
me había gustado mucho. Mi padre me miró preocupado, por lo que intuí que no
tenía a mano ningún otro libro de semejante relevancia (creo que resulta un
poco difícil encontrar un libro que pueda competir con los cuentos infantiles
de Kipling, pero eso ya no viene al caso).
En casa teníamos muchísimos libros, pero casi todos eran para adultos, y trataban
materias demasiado complicadas, para mi gusto. Yo poseía, en cambio, una
pequeña colección de libros con carátula de papel, dedicada a los pioneros
héroes de la II Guerra Mundial, eran relatos sobre niños que perdieron su vida defendiéndola
URSS. Estaban en ruso.
Aún recuerdo los nombres de aquellos niños, entre los cuales destacaban
Lionia Gólikov y Zina Portnova, ambos asesinados cruelmente por los nazis. En
la vida de esos niños todo resultaba más claro, a mi modo de ver, pues había un
enemigo, los nazis, y había que luchar contra él.
Me sentía muy compenetrada con aquellos pobres niños, pues mi padre también
había partido a un país donde había guerra, y yo estaba dispuesta a defender el
territorio que había dejado bajo mi cautela, aún al precio de mi propia vida.
Pero, ¿quién era el enemigo? Allí estaba la gran pregunta.
Sentía que, de haber nacido en otra época, podría haber sido un pequeño
soldado, uno de esos “hijos del regimiento”, niños huérfanos adoptados por
alguna unidad militar que podían incluso llevar uniforme y participar de algún
modo en los combates.
Las niñas no podían ser soldados, por lo menos en mi infancia eso estaba mal
visto, todavía no existían películas como “El soldado Jane”, las mujeres solo
participaban en la guerra en calidad de enfermeras, solo podían ejercer en el
frente profesiones pacíficas.
Es así como apareció en mi vida el niño Iván, mi alter ego, un niño ruso
guerrillero que tiene que sobrevivir la ocupación nazi y participa en la lucha,
por lo visto, para luego ser cruelmente ejecutado.
Era con él con quien único podía compartir mis penas, pues mi madre se alejó de mí y se apropió ese
dolor que nos afectaba a ambas, y, de alguna manera, hasta me negó el derecho a
sufrir por la ausencia de mi padre.
Niebla
del Riachuelo...
amarrado al recuerdo
yo sigo esperando...
amarrado al recuerdo
yo sigo esperando...
Niebla
del Riachuelo...
de ese amor para siempre
me vas alejando...
Nunca más volvió...
nunca más la vi...
nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí...
...esa misma voz que dijo: “Adiós”.
de ese amor para siempre
me vas alejando...
Nunca más volvió...
nunca más la vi...
nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí...
...esa misma voz que dijo: “Adiós”.
Turbio
fondeadero donde van a recalar
barcos que en el muelle para siempre han de quedar...
sombras que se alargan en la noche del dolor...
náufragos del mundo que han perdido el corazón...
Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar...
barcos carboneros que jamás han de zarpar...
Torvo cementerio de las naves que al morir
sueñan sin embargo que hacia el mar han de partir...
(Canción preferida de mi
madre en aquella época)
barcos que en el muelle para siempre han de quedar...
sombras que se alargan en la noche del dolor...
náufragos del mundo que han perdido el corazón...
Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar...
barcos carboneros que jamás han de zarpar...
Torvo cementerio de las naves que al morir
sueñan sin embargo que hacia el mar han de partir...
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