Diario de una Infeliz (abuela preocupada por multiplicar peces y panes)
Septiembre 10 de 1952.
¡Cómo duele pensar! Esta frase tengo que haberla leído en
alguna parte, no recuerdo dónde. La lectura me hace asimilar conceptos que
después no sé si son míos o los he leído alguna vez.
Pero cuánta razón tuvo el que escribió estas palabras.
¡Cómo duele pensar...! Porque la idea de anular una vida que ya se agita en mis
entrañas, me ha tenido sumida en tan hondos pensamientos que a veces creo que
mi cerebro va a estallar.
Como si la facultad de pensar, esa divina facultad que
diferencia a los seres humanos de las bestias, fuera en ciertos casos una
desgracia. No pensar, no atormentarse, pensar que las cosas son porque Dios las
quiere así, y que nosotros, pobres criaturas humanas, tenemos que aceptar lo
que ese Dios de conformidad nos quiere deparar.
Pero me rebelo a esta idea, porque las injusticias que
veo no son cosas de Dios, son cosas de los hombres.
Porque si viene un ciclón y nos arrasa la casa, Dios lo
quiso así y contra ese terrible poder, solamente tenemos la resignación.
Pero saber que mis hijos necesitan leche, que yo no se la
puedo comprar. Y pensar que teniendo una vaca, ellos podrían tener leche
abundante una gran parte del año. Pero sí yo hago el sacrificio en una zafra y compro
una vaca. ¿Cómo la mantengo?
¿No he visto yo traer preso a un cortador de caña, por
tener una chiva amarrada al pie de un plantón de caña? Los cortadores de caña,
los que viven en los chuchos, los más pobres de todos los cubanos, los parias de
mi tierra.
Y mientras, inmensos cañaverales se quedan sin cortar,
año tras año, porque las zafras son pequeñas.
Si cada individuo que se pasa el tiempo muerto con los
brazos cruzados, tuviera un pedazo de esos “inútiles” cañaverales, si cada
cortador de caña, tuviera un pedazo de tierra para sembrar viandas y criar
“machos” y tener un par de vacas, ¿no se acabaría un poco con tanta miseria?
Entonces no sería un dilema para la mujer de un obrero azucarero, como yo, el
tener otro hijo.
Pero tengo que dejar todas estas cavilaciones e
interrogaciones a un lado. Yo, que no profeso ninguna religión “porque ninguna
conozco lo suficiente”, admiro profundamente la Fe de esas almas humildes como
mi tía Manuela, que me dice: “Confía en Dios, él te ayudará”.
Y confiando en la divina providencia tengo que vivir,
aunque a veces veo cosas que me hacen dudar de esa divina providencia.
Otras veces creo que, como el Quijote de tanto leer, se
me están secando los sesos. Mientras yo hago una tragedia de la idea de tener o
no tener otro hijo, otras mujeres ni lo piensan dos veces.
¿Tener más hijos? Qué va hija, ni lo pienses. Las mujeres
modernas no nos cargamos de hijos. Eso les queda para las guajiras. Con tantos
adelantos que tiene la ciencia hoy día.
Y alegremente toman el tren, y regresan al pueblo con la
tranquilidad del que se ha librado de un estorbo.
A veces de tanto repetir los viajecitos al médico,
sobreviene la muerte y entonces quedan huérfanos los otros hijos.
Y lo peor de esto es que tales cosas las hacen mujeres de
posición desahogada, para las que un hijo no ocasionará el dolor de no tener
con qué esperar su nacimiento, y no saber, después de nacido, cómo vamos a
realizar el milagro de multiplicar los panes y los peces para lograr que
alcance para todos.
Carmen Lovelle Guerrero
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