Diario de una Infeliz (La religión de abuela)
Septiembre 4 de 1952.
Hubo una gran fiesta en el cuartel, celebrando el día de
hoy. ¡Qué asco!
Llegó tía Manuela trayéndome a Pepito. Tía Manuela, como
su nombro lo indica, es gallega, como mi padre.
Es curioso el efecto que una misma crianza ha producido
en estos dos hermanos. Mi padre es anticatólico hasta la exageración.
—
Por
culpa de los curas yo vine de España sin saber leer, dice. Los muchachos de la
aldea teníamos que trabajar muy duro durante todo el verano, y en los meses de
invierno, cuando podíamos aprender algo, el cura nada más nos sabía enseñar
catecismo. ¡Bribones! Ellos quieren tener al pueblo español sumido en la
ignorancia para así poder gobernar mejor. Y ellos quisieron hacer en Cuba
igual. Por mi parte, poco pueden prosperar porque no hay hijo mí que se bautice
ni vaya a una escuela religiosa. Tampoco bautizo a nadie. ¡Al diablo con los
curas! Que trabajen si quieren comer.
Estas cosas ponen a tía Manuela fuera de sí, porque ella
es una calambuca que solamente lamenta vivir en el campo porque no hay una
iglesia cerca para oír misa todos los días.
—
Tú
aprendiste a leer, le dice a su hermano, para pasarte la vida leyendo cosas en
contra de la iglesia, pero yo sé que hubo muchos santos que hicieron buenas
cosas por la humanidad. Por lo que mi sobrina Candad me cuenta de Martí, él era
como un santo. Para mí, que lo era, y ya Dios lo tendrá en el cielo.
Y en nombre de la religión y de Dios, mi tía me aconseja
que no malogre la vida que late en mis entrañas.
Yo no soy católica ni anticatólica. Leí que Martí decía
que él no profesaba ninguna religión porque a ninguna la conocía lo suficiente.
Yo seré martiana.
¡Pero cuánta maldad e hipocresía, entre los que se dicen
religioso! Me encanta leer la Biblia, aunque a veces no la entiendo. ¡Qué
amor a la humanidad nos enseñan las prédicas de Cristo! Si todas las personas
que se dicen cristianas las practicaran, el mundo sería un Edén. Pero, ¿cómo
voy a creer yo en el cristianismo de une señora, que va todas las mañanas a la
iglesia porque tiene criadas que se quedan haciéndole el trabajo en la casa?
Entonces la señora se salva porque va con un rosario a murmurar oraciones
inútiles. Y la criada se pierde. Cuántas desgracias ocurren alrededor de esta
dama, que ella no ve porque está haciendo un rico paño para el altar.
Cuando una enfermedad o un problema de esos que no se
pueden arreglar con dinero, le cae a esta buena cristiana, pues hace una promesa.
Pero una promesa grande, ostentosa que todo el mundo en el pueblo tenga que
hablar de eso. Le regala un Cristo tan grande que no cabe en la iglesita del
pueblo, o lleva al Cobre una preciosa joya de oro. Yo me pregunto si a los ojos
de Dios no sería más agradable que esta señora haga algo por los pobres que
tiene alrededor. Cuántas veces su vecinito deja de ir a la escuela por falta de
un modesto par de zapatos.
Y los ingenuos vecinos se hacen lenguas de la bondad y la
fe de esta señora, como si la bondad consistiese en pasarse inútilmente la vida
delante de un altar murmurando oraciones.
Dos veces he empezado a escribir sobre el problema del
hijo, que cada día cobra más fuerza dentro de mi vientre. Dos veces me he
puesto a hablar, y digo hablar porque escribo este diario como si hablara
conmigo misma, porque hay pensamientos tan profundos que no nos atrevemos a
confiar a nadie.
Tía Manuela me plantea este problema desde su punto de
vista ciegamente religioso, que aunque yo no comparto, me tiene sumida en
hondas reflexiones.
—
Cuando
Dios te manda un hijo, debes aceptarlo con alegría. Es un crimen matar a tu
hijo dentro de tus propias entrañas. ¿Y si Dios castiga tu crimen arrebatando
uno de los que ya tienes?
¿Que solamente tienes pobreza? ¿Quién fue más pobre que
Cristo?
Tú, que siempre estás hablando de todas las cosas malas
que pasan en Cuba, y que hace falta gente nueva para que arregle este país,
¿quién dice que un hijo tuyo que nacerá pobre como Cristo, no sea el que venga a
salvar a tu tierra? ¡Qué cosas se le ocurren a tía Manuela!
¿Podré yo tener esa fe? Pensar que puede venir un moderno
Mesías cubano como en aquellos fabulosos tiempos bíblicos.
Y sin embargo, debo creer. Cuando todas las cosas humanas
nos fallan, tenemos que refugiamos en las divinas. Un nuevo hijo viene a
aumentar mi miseria, a reclamar un pan que ya no alcanza para los otros.
Si Dios le dio inteligencia a los hombres para arrancar
una vida que se está formando, ¿no es esto cosas de Dios también? Porque si él
no quiere que estas cosas sucedan, no le hubiera dado luz a los hombres para hacerlas.
Pero él les dio a los hombres la conciencia para saber
distinguir entre el Bien y el Mal.
Y en este caso mío, ¿dónde está el Bien, dónde el Mal?
¿Hace bien una mujer en echar hijos al mundo, a pasar
hambre, a morir muchas veces de anemia y parásitos? Ningún hijo mío hasta
ahora, gracias a Dios, ha muerto de anemia. Pero éste es el cuadro desolador
que veo constantemente.
Hay infelices mujeres que a cada rato tienen un nuevo
hijo. Los he visto morir hinchados por la anemia.
Nacen ya débiles por el hambre que pasa la madre, luego
la escasez de alimentos y medicinas completan el cuadro.
“Le hicieron un mal de ojo tan grande que lo hincharon”,
dicen. ¡Pobres! La ignorancia es, a veces, una virtud.
Si estos hombres y mujeres comprendieran que sus hijos
mueren de hambre, porque el agua de azúcar no es alimento para un cuerpo que se
está formando, si supieran la leche, la carne, las frutas y todas las cosas necesarias
para criar un hijo y que todas esas cosas están tan lejos de su alcance.
Si comprendieran estas cosas, el mundo se viraría al
revés. Porque yo no entiendo de economía, pero, por lo que veo aquí en mi
tierra, en un pueblecito de campo donde la mayoría dependemos de un central,
¡hay tanta hambre! Habiendo tantas tierras donde poder sembrar.
Por suerte o desgracia (¿no dije que la ignorancia es una
virtud?), por suerte, yo sé leer, por suerte he leído unos cuantos libros
buenos. ¿Hace bien una mujer en echar hijos al mundo? ¿Para que mueran después de
nacidos? ¿No es mejor que mueran antes?
Este dilema tan profundo de decidir entre la vida y la
muerte, ya no me deja pensar con claridad. Y a voces temo que mi mente pueda
fallar. Confía en Dios, dice tía Manuela. Y yo seguiré sus sabios consejos.
DIOS MIO, NO VOY A NINGUNA IGLESIA, para hablar contigo
Porque sé que tú en todas partes estás
Porque pusiste en mi corazón la idea del bien
Creo en tu grandeza y en tu bondad.
Unos te llaman Cristo y otros Alá
Pero en el fondo de todas las conciencias Tú Estás
Porque me haces amar la justicia, creo en ti
Tu divina justicia hará lo que los humanos no podemos hacer.
No permitas, Señor, que un crimen pueda manchar mi conciencia.
Porque Tú sólo puedes dar la vida.
Tú sólo debes dar la muerte.
En tus manos confío la vida y la suerte de este hijo mío.
Carmen Lovelle Guerrero
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