ÁNIMA FATUA
Ana Lidia Vega Serova
1
Leningrado –ahora San
Petersburgo– es una ciudad de puentes. La mandó construir Pedro: el zar de las
innovaciones, el Primero; ordenó construir una ciudad en un pantano y cortarles
las barbas a sus súbditos. Quería abrirle a Rusia una ventana hacia Europa.
Mandó cortar barbas y hablar en francés y construir una capital en un pantano
para abrir una ventana. Leningrado es una ciudad gris con toda la magnitud y la
magnanimidad del gris, con toda la magia de su perfume. Leningrado huele a
húmeda madera y frío sudor y a una locura antigua, museable. Leningrado es una
ciudad de museos y locos, mar, parques y noches blancas, habitada por viejos
abandonados, pintores, marineros en retiro, enamorados y mujeres solas.
Ella era una mujer sola, muy
joven y romántica; le gustaban las películas trágicas con finales felices y los
vinos dulces, le gustaba caminar por Leningrado sin rumbo, detenerse en el
medio de cualquier puente, mirar el agua negra del Neva sobre la que trazan
figuras serpenteantes las luces reflejadas de la ciudad. Ella era joven, pura y
muy feliz, aunque creía lo contrario y lloraba por las noches, con la cara
hundida en la almohada, y le pedía a Dios –un Dios muy particular suyo– que
cambiara su destino. Esperaba de la vida sensaciones fuertes, grandes pasiones,
cambios, cambios. Ella era joven, común, y era mi madre, aunque todavía no lo
sabía.
Un día en el comedor de la
universidad se dio cuenta de que un hombre la miraba fijamente, o quizá fue
cualquiera de sus compañeras la que le hizo notarlo: “Mira aquel cómo te mira”…
Estoy segura de que algo se le removió dentro, algo se volcó. ¿Presentimiento?
En cualquier caso, pasaron mucho tiempo sólo mirándose de lejos: él
intensamente, sin tregua; ella, rápido, leve, apenas. ¿Tenía miedo?
Indudablemente, le temía. No era un hombre común; al menos, no para ella: era
un hombre negro. En la oscuridad, por las noches, creía sentirlo dondequiera,
confundirlo con las sombras, percibirlo cerca. Un hombre de piel oscura, como
el poeta de sus sueños más adolescentes, como su Poeta: negro. (Luego se daría
cuenta de que solo era mulato, bastante claro, por cierto; al igual que
Pushkin: solo mulato). Volvió a releer los tres tomos de encuadernación
gastada, moviendo los delgados labios: No
cantes, bella, ante mí / las tristes canciones de Georgia: / me traen
ellas recuerdos / de otra vida y la playa lejana…Volvió a llorar de felicidad pensando que era
tristeza.
El resto fue vertiginoso.
Saciado de mirarla de lejos, él se le acercó impetuoso, y en un horrible ruso
le propuso matrimonio. Ella aceptó casi mecánicamente. Era el mes de las noches
blancas: noches insomnes, cuando de día y de noche es de día, y los enamorados
pueblan los puentes de la ciudad-ventana. Esta vez la ventana se abría más allá
de Europa.
Aquella noche bailaron –él
bailaba muy bien, ella se dejaba llevar muy bien–; y luego, en un parque de
abedules, él la besó –él besaba muy bien, ella se dejaba llevar muy bien–. Se
llamaba Pedro y era Zar. Su Zar. Tenía la piel oscura, unos labios gruesos y
suaves, unos ojos verdes, las pestañas larguísimas, y un olor exótico a “la
playa lejana”. “Pushkin”, confesó ella. La noche siguiente, tan clara como la
anterior, llevó a la cita el primer tomo de su Poeta. Cuando leyó el último
verso del último tomo, se casaron. He visto la foto: ella, tan blanca, vestida
de blanco; él, oscuro, de traje oscuro, intercambiando un beso.
Exactamente a los nueve meses
nací yo.
Era febrero: el último día de febrero, el último día
del invierno; y, cuentan, hacía un frío espantoso. El viento partía las
desnudas ramas de los árboles, y la nevada tapaba la vista, lo mismo que una
neblina espesa y móvil. Nadie en la calle, cero tráfico, los cafés vacíos. Pero
Pedro no sentía las minúsculas partículas de hielo que, como agujas, se
clavaban en sus ojos, y mejillas, y labios. Sudaba, abrazando el ramo de
claveles, como quién abraza la tabla de salvación. Una enfermera misericordiosa
por fin tuvo piedad, y tapándose con un chal, entreabrió la puerta, por la que
inmediatamente entró al vestíbulo del hospital una ráfaga de viento arrastrando
montañas de nieve.
Es niña – pronunció sin
pausas – es preciosa, las dos están bien, vaya, descanse, no se aceptan flores
– y cerró de golpe.
Las lágrimas se le helaron en las pestañas; cada una
de sus larguísimas pestañas estaba cubierta de escarcha.
Era mi padre.
Ya lo sabía.
Al comenzar en la escuela,
descubrí la ventaja de ser “rusa”. Todos los varones querían ser novios míos.
Ser novios significaba que me llevaran la maleta, y se sentaran a mi lado, y me
dejaran copiar las tareas a cambio de un besito en la mejilla de saludo, y otro
de despedida. Yo impuse una regla: tenían que llevarle la maleta a Malena
también, dejarle copiar las tareas y soportarla sentada a mi lado. Y tampoco
ella tenía porque estar besándolos; sólo yo. Tuvimos varios novios: los mismos
para las dos. A ella, por su lado, nunca le habría permitido tenerlo, si se le
hubiese ocurrido, pero jamás se le ocurrió. Tampoco tuvo amigos fuera de mí.
En el mismo edificio de
nuestro círculo infantil había un teatro guiñol, y a veces nos llevaban a
alguna función especial. Generalmente, antes del comienzo, se hacían juegos con
los niños, nos proponían cantar o recitar algún poema. Yo me sabía muchas
canciones en ruso y no perdía la oportunidad de sobresalir. Los actores me
conocían y, ya estando en la escuela, a menudo pasaba a saludarlos y conversar
de cualquier cosa. Me creía muy precoz, casi a la altura de ellos. Al final,
siempre me pedían que les cantara “Ochi chorniye” o “Katiusha”, cosa que hacía
gustosamente con mi débil voz desafinada. Los actores aplaudían, y yo me
hinchaba de satisfacción. Estaba convencida que de grande trabajaría con su
grupo, siempre como protagónica, claro.
Tengo muy pocos recuerdos
sobre mis padres de aquella época. Los veía como seres muy ajenos, a pesar de
que se comportaban como buenos y afectuosos progenitores. Me sacaban a pasear
los fines de semana y, algunas noches muy especiales, al ballet. Me fascinaba
el ballet. Miraba al escenario donde volaban todas esas criaturas etéreas, y no
comprendía por qué estaba allí, del lado de los espectadores, si mi lugar era
junto a ellos, entre la magia de la música y las luces. En casa me echaba
gruesas capas de talco, lo mismo a Malena –las bailarinas eran tan pálidas–,
nos envolvíamos en mosquiteros y encajes, e intentábamos volar; pero Malena,
que nunca había ido al teatro, no comprendía bien lo que yo quería de ella, y
yo de etérea no tenía nada. Ya por esa época era gorda, usaba aparatos con
ligas en las piernas para corregir no sé qué defecto ortopédico, y espejuelos;
en fin, lo único que faltó fue el corrector dental, y eso porque, tal vez, no
encontraron a un dentista loco que me llenara la boca de hierros.
Alrededor de mis nueve
años ellos se divorciaron. Ya entonces estaba nacido mi hermano menor, una
criatura insoportable y llorosa por la que yo no sentía ni la menor emoción. Mi
madre pasaba los días llorando, mi padre se fue de la casa y venía sólo de vez
en vez para discutir con ella en susurros, a su partida ella lloraba más aun,
mi hermano lloraba más aun, yo escapaba a casa de Malena. Nada importaba fuera
de ella, nada existía realmente fuera del mundo que habíamos creado entre las
dos, para las dos.
Una mañana cualquiera mi
madre me anunció que nos trasladábamos a Rusia. Caí en un estado de anulación
total; estado que a partir de entonces caracterizaría los momentos decisivos de
mi vida. Enmudezco, pierdo todo tipo de voluntad, me quedo en blanco. Las
grandes conmociones surten en mí un efecto fulminante.
No sé cómo fueron aquellos
últimos días míos en Cuba. Recuerdo a Malena frente a mí. “Despídanse” - dice
mi madre, o tal vez fue la suya, o cualquier otra gente. Nos miramos. “Dense un
abrazo, como buenas amiguitas que son”. Nos miramos, nos miramos. “Anden, un besito
y ya está...”. Nos miramos. Alguien me arrastra hacia el carro. Camino como los
cangrejos, de lado, con los ojos en lo profundo de ella, con sus ojos dentro de
mí.
15
Moscú, Maskvá, la Moskovia, mundo heterogéneo de mil
matices, donde convergen todas las aristas de la esencia rusa, todas las
contradicciones entre barbarie y progreso, sagrado y profano, Europa y Asia;
ciudad de infinitos semblantes, quemada cien veces y renacida con humilde
estoicismo, mezcla única de aberración, gloria y tristeza. Su cielo de noche es
patéticamente rojo sobre la más roja de las plazas, su aire está viciado de
proclamas, sus hombres se emborrachan y lloran como mujeres y sus mujeres
corren agitadas para alcanzar el último tren; y sus viejos y niños y perros, las
iglesias ortodoxas y supermercados y los gitanos, los hoteles, ancianas con
pañuelos en las cabezas y el aroma a col agria y a clavel.
Moscú se tragó a Alia en la estación Bielorusskaya
de trenes, la absorbió con apática premura, la incorporó al perpetuo hormiguero
de transeúntes y la olvidó, impasible. Alia se supo insignificante ante tanta
grandeza, algo en su interior tembló, sintió en la boca el sabor de las
lágrimas. Desde una ventana abierta se escuchaba por encima del ruido del
tráfico y la muchedumbre, una canción ancha como la estepa: “Andan los caballos
encima del río / buscan los caballos saciar la sed / no bajan a la orilla / de
tan violento ribete...”. Alia tragó las lágrimas junto con el aire moscovita,
la canción, el hollín y por primera vez en su vida se creyó rusa hasta la
médula, identificada, en casa. Su sangre había atendido por fin los reclamos de
la Madre-Patria, respondiéndoles con fluidos acelerados, el corazón no le cabía
dentro; tuvo ganas de gritar, de caer de rodillas, delirante, de besar la
tierra, SU tierra.
16
Ernesto me había escrito que fuera directo a la
embajada, un rincón cubano en el corazón de Moscú. Me recibió con su espléndida
sonrisa de mulato, me mostró las oficinas, y me presentó algunos coterráneos.
Luego almorzamos comida criolla: arroz, frijoles negros y cerdo asado con
cerveza. Estaba mareada. A mi alrededor se hablaba en español; en una pared
colgaba un enorme afiche con la imagen de Varadero, playa deslumbrante; la
comida fuertemente condimentada y la música de ritmo subido: todo hacía
resonancia de modo casi doloroso con ciertas cuerdas de la memoria.
Ernesto me hablaba de mi padre y de La Habana, reía,
intercalaba preguntas sin esperar respuestas, bebía la cerveza a grandes
sorbos, y me parecía que su voz olía a sol y palmas y a una fruta tropical muy
dulce cuyo nombre no recordaba.
Mas tarde me llevó a su apartamento, donde nos
esperaba su esposa Yara, una pequeña mujer aindiada, de pelo negrísimo y ojos
oblicuos siempre sonrientes. Me pusieron música cubana, mostraron fotos y
postales, bailaron entre tragos de raro nombre “Daiquiri” que preparaba Ernesto
y el negrísimo café que colaba Yara. Movían provocativamente sus cuerpos, se
besaban y reían invitándome a bailar, mientras yo los observaba desde el sofá e
intentaba sonreír.
Aquella noche lloré en su hogar intensamente cubano,
mirando tras la ventana una ciudad intensamente rusa. Me sentía partida en dos
pedazos irreconciliables, dos mitades en pugna, una combinación incompatible y
cruel.
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