Lo que dejaron los rusos
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Por José iguel Sánchez/ Yoss
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Para René Méndez Capote, que me enseñó desde niño
que el costumbrismo no tiene por qué ser halagador ni aburrido.
Para Anala Lidia, Dimitri, Polina, Guillermo...mis socios "agua tibia".
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“Es
sorprendente; treinta años de presencia rusa en esta isla no dejaron casi nada,
aparte de unos cuantos edificios horribles. El modo de ser y la cultura eslavos
son demasiado fríos y serios hasta cuando se ponen sentimentales. No tienen
nada que ver con el feeling de bolero del trópico, con la jodedera y la
informalidad del Caribe... como por ejemplo, sí tienen que ver los americanos,
por muy gringos que sean.”
La sentenciosa frase (2) me la
susurró al oído un carnalito mexicano, profesor de literatura en el D. F. y
medio cubanizado ya él, una tarde de mayo de 1999 cuando pasábamos frente a la
zona del extrarradio originalmente concebida como ciudad-dormitorio, de clara
inspiración soviética: Alamar. Regresábamos de Guanabo apretujados en el viejo Chrysler
de un botero de esos que cobran 20 pesos moneda nacional el viaje hasta o desde
la playa. Pagó mi amigo azteca (3), y hasta agradecido de ahorrarse los 10
dólares que le habría costado cualquier taxi autorizado a llevar extranjeros.
Aunque algo contrariada su innata tendencia a la verborrea por mi clara
instrucción de nativo versado en picardías: cállate la boca y déjame hablar
a mí. A pesar de que sus facciones no apuntan mucho hacia la típica cara de
indio, su acento de película de charros habría descubierto nuestra impostura al
instante.
Pero cuando nos bajamos en el Parque
Central, sus ganas contenidas de dar muela florecieron, a la sombra del
índice admonitorio de la estatua de Martí, en un largo monólogo que pronto se
convirtió ¡cómo no! en animado diálogo... (4) Sobre los pros y los contras,
sobre las huellas reales y fantasmagóricas de todos los años en que la cultura
y la tecnología de la extinta URSS fueron elemento omnipresente en la realidad
cubana.
Tan interesante fue la platicada, como la habría llamado mi socio
del otro lado del Golfo, que regresamos a pie hasta mi casa, al lado del Hotel
Colina... y me surgió la idea de escribir estas líneas como ejercicio por y
para la nostalgia.
Esa vez me tocó ser lo que podríamos
llamar abogado del diablo. Y, mientras alababa (y muy convencido) las
bondades quita-hambre de la carne rusa enlatada de la vaquita, de las
tantas traducciones de las editoriales Raduga, MIR y Progreso, de
los muñequitos de Dobrinia Nikitich, Chebrashka y el cocodrilo Guena y
del lobo y la liebre de ¡Deja que te coja! reflexionaba para mis
adentros sobre una curiosa peculiaridad del carácter cubano.
Somos un pueblo que siempre descubre el lado bueno de todo lo
que tiene... pero solo después de perderlo.
Porque... confiesen: Entre el clásico cualquier tiempo pasado fue mejor,
nuestra eterna manía de defensores de las causas perdidas, y cierto chovinismo
de doble moral, que nos permite criticar todo lo que tiene que ver con
nosotros... pero al mismo tiempo nos hace salirle al paso muy ofendidos a
cualquiera (5) que nos lo critique demasiado... ¿Cuántos de nosotros no nos
hemos sorprendido en los revueltos años de fin de milenio, al menos una vez,
suspirando de añoranza por algunas de esas cositas made in URSS que
tanto criticábamos antes de 1989?
Quizás mi amigo del D. F. se equivocó, y después de todo, los soviéticos,
cuando se convirtieron en rusos y volvieron a su fría Europa, sí dejaron
algunas cosas de este lado del Atlántico.
Sin pretender adentrarme mucho en
los abismo socio-ilógicos del análisis de los relativismos culturales y el
subconsciente colectivo de los pueblos (6) ni tampoco en los arriesgados
laberintos de la geopolítica, la verdad es que, dicho en buen cubano, se cae
de la mata que treintaipico de años con los bolos siendo
parte de nuestra vida cotidiana, con el CAME timoneando nuestra economía y
nuestros soldados jugándole cabeza a la muerte en Angola y Etiopía a golpes de
AKM, RPG-7, “flechas” antiaéreas, BM-21 y BTR tenían que dejarnos alguna
huella.
Por mucho que nos llenáramos la
boca para burlarnos de la insufrible peste a grajo eslava, de su innata
condición de patones a todo baile cubano, del para nosotros estropajoso sonido
de su lengua, de la mala terminación y la ineficiencia energética de todos sus
productos (7), dos generaciones de cubanos crecimos teniendo a la Gran Hermana
URSS como modelo insoslayable... demostración palpable de que se podía ser una
nación grande, poderosa y desarrollada (8) sin jugar al capitalismo y a la
desigualdad. Metafóricamente hablando, los soviéticos eran para nosotros algo
así como el hermano mayor cuyos bíceps nos hacen sentir orgullosos del
parentesco, por enclenques que seamos. Cuando solo podíamos soñar con viajar al
cosmos y con la energía nuclear, ellos ya los tenían (9)Y para los habitantes
de una islita casi en el traspatio del imperio del dólar, eso vale mucho.
Aunque sea, como dirían los psicólogos (10), en forma de capital simbólico.
Las huellas históricas de la
presencia de la Unión Soviética en este proceso nuestro no las discute nadie.
Sobre todo en los primeros años, la supervivencia de la Revolución habría sido
problemática sin la mano que nos echaron. Sin los tanques T-34 (11) y
los cañones autopropulsados SAU-100, sin aquellos fusiles cañonicortos que
venían en cajas con el rótulo Zona de desarrollo agrícola R-2... (12)
Sin toda aquella técnica militar probablemente desechada como obsoleta por el
Ejército Rojo, Girón en el 61 tal vez no habría sido la veloz y aplastante
victoria que fue.
La Crisis de Octubre llegó un año
después... fue el año en que vivimos en peligro. Cierto es que sin el bluff
estratégico del mujik presidencial Nikita Jruschov de convertir a Cuba en
portamisiles nucleares insumergible no habría estado el mundo al borde del
conflicto atómico en aquel 62. Pero, queríamos jugar a la política
internacional aún estando faltos de peso... y como dice el refrán, bien está lo
que bien acaba... a pesar de todas las guaperías de ambas orillas y las
movilizaciones masivas en el Malecón, por suerte, la cordura triunfó. No llegó
la sangre al río, y la situación se resolvió por el teléfono rojo. Y aunque al
fin nos tocó ser una simple pieza de negociaciones en la mesa de las
superpotencias (13) salimos del lío con una sensación acrecentada de nuestra
propia importancia en la arena mundial... (14)
Por cierto, el cohete instalado
en 1992 en la playa del Chivo conmemorando los días luminosos y tristes de
la Crisis de Octubre fue retirado muy pronto de su vertical y fálico
emplazamiento costero. (15) El simbólico misil duerme desde entonces el sueño
del olvido, horizontal en uno de los patios de la fortaleza de La Cabaña. Tiene
más de diez metros de largo... lo que lo convierte en una evidencia físicamente
bastante grande de la presencia de los rusos aquí... (16)
Luego vino la copia mecánica de
los modelos económicos y partidistas soviéticos (17) a pesar de que la
clarividencia del Che había alertado con tiempo del peligro de burocratización
y que tales esquemas difícilmente funcionaran en medio del clima característico
de improvisación constante del trópico. Que el propio creador del concepto del hombre
nuevo se diera cuenta de que la férrea disciplina europea y totalmente
planificada de los robots komsomoles iba a traer desastres debió ser suficiente
advertencia, pero está visto que nadie escarmienta por cabeza ajena... (18)
Vino el año 1968: San Francisco
hippie, verano del amor, las revueltas estudiantiles en París, la Primavera de
Praga... y la entrada de los tanques soviéticos la convirtió en un invierno de
ortodoxia leninista. Aquí dijeron que había sido una intervención necesaria
para salvaguardar el socialismo y a nuestros padres no nos quedó más remedio
que creérselo... o creer que el socialismo al estilo ruso (19) y la democracia
eran conceptos incompatibles... lo que resultaba complejo de pensar, incluso de
este lado del Atlántico. Revolución empezaba a ser sinónimo de PCC, que iba
tomando un papel cada vez más regente en el proceso. (20) Fueron los tiempos
del proceso a Aníbal Escalante y su Microfacción, por demasiado stalinista y
kominternista (21). Proceso que dejó sentadas las reglas del juego, de algún
modo: por mecánica que fuese, en todo caso sería copia, y muy nuestra; no
simple extensión obediente de la voluntad de Moscú.
Coqueteos partidistas y
complejidades políticas apartes, lo más importante fue que ya a finales de los
60 había una numéricamente notable colonia rusa en la isla. Las buenas
relaciones Habana-Moscú, los proyectos conjuntos bajo la hégira de Brehznev y
la estabilidad (22) que parecían eternas, requirieron y posibilitaron el
traslado por tiempo más o menos prolongado hasta el Caribe de muchos ingenieros
petrolíferos, geólogos, mineros, especialistas textiles, ferroviarios, en
explotación portuaria, museología y prácticamente todas las ramas de la ciencia
y la técnica que interesaba desarrollar en Cuba. Sin contar un buen número de
asesores militares. (23)
Todos venían con sus familias y
se instalaban a toda prisa. A veces en barrios y edificios más o menos
segregados, tal vez para evitar la contaminación cultural, como si las barreras
idiomáticas y de hábitos higiénicos (24) no fuesen suficientes... que no lo
fueron.
En parte porque los recién
llegados inmigrantes laborales temporales, sobre todo las mujeres, con
una avispado sentido comercial que quizás habría avergonzado al propio Lenin,
pronto descubrieron que en las calles de La Habana y otras ciudades de la isla,
como en el Arbat moscovita, también había un activo comercio de estraperlo (25)
más o menos gubernamentalmente permitido (o al menos entre redada y redada para
salvar la cara) de todos aquellos bienes considerados de algún modo suntuarios,
o que las libretas de abastecimiento y de productos industriales no
garantizaban a los cubanos. Y, con pragmatismo eslavo, aprovecharon su
experiencia, su (relativamente) privilegiada situación de abastecimiento y su
impunidad (casi total) para convertirse en verdaderas negociantes. Parece que ¿Dónde
vive la rusa? fue el equivalente de los 70 y los 80 de la moderna pregunta
de ¿Dónde está la shopping? En aquellos lejanos tiempos en que el dólar
era en nuestras calles solo un recuerdo del capitalismo que nunca volvería a
campear por sus respetos, muchas madres de familia mataron el apetito de sus
numerosas proles con smetana, carne rusa, queso de cabra kazajo, pepinillos en
salmuera, caviar y otras exquisiteces que la Embajada soviética importaba para
paliar la nostalgia dietética de sus súbditos transplantados... sin prever que
estos preferirían cambiarlo por efectivo, y que el vodka cedería pronto el
lugar de honor en sus preferencias al ron peleón made in Cuba. Gracias a
tan secretamente público tráfico, muchos rusos que se dieron la gran vida (26)
en estas latitudes aún añoran su privilegiado estatus insular de aquellos
años... incluso la para ellos entonces novísima circunstancia de sudar tanto en
nuestro húmedo verano que apenas si orinaban.
Pero el éxodo temporal fue en
ambos sentidos. Miles de cubanos que nunca habían visto la nieve cruzaron el
océano para estudiar en la Universidad Lomonósov de Moscú, para hacerse
ingenieros o doctores, para convertirse en calificados obreros textiles o
simplemente trabajar como leñadores en la helada Siberia... que de tal modo
pronto se convirtió en el epítome de la lejanía. (27)
Y lo mejor del caso fue que la
interpenetración se produjo en todos los sentidos y a gran escala. (28)
¿Cuántas rusas no dejaron sus frías latitudes cargando infladas barrigas para
venir a parir sus hijos híbridos al Caribe siguiendo muy orondas a sus bellos
esposos mulatos? ¿Cuántas cubanas no dieron a luz y luego criaron a sus retoños
en los hospitales y guarderías de Moscú, Leningrado, Minsk, etc.? (29) ¿Quién
no conoce a uno de tales inters: interculturales, interraciales,
internacionales? Rubios de ojos azules que bailan casino y guaguancó, toman
chispa de tren, montan guagua, hacen chistes de Pepito y saludan diciendo asere
¿qué bolá? Pero que también se emocionan oyendo las canciones de Visotsky
(30) hablan como iluminados de las pinturas de Iliá Repin y tienen que aguantar
las lágrimas viendo que Moscú no cree en ellas tantos años después. Difícil
conjunción sociológica del aceite con el vinagre, escindidos entre la Patria y
la Rodina, entre la lengua de Cervantes pasada por Guillén y el idioma de
Tolstoi pasado por el slang de los golfillos de Arbat, la retórica de Komsomólskaya
Pravda, Sovexportfilm y un poco del programa El Idioma Ruso por Radio que
transmitían por Radio Rebelde.
Gracias a compartir la tierra
franca de los juegos infantiles con esos que no eran ni rusos ni cubanos, ni
agua fría ni caliente, sino agua tibia, fue que muchos de mi generación
empezamos a entender en la niñez y la adolescencia, más allá del rechazo visceral
que le hacíamos al ruso como idioma de enseñanza obligatoria desde la
secundaria (31) que podía haber mucho de bello en aquella lengua, en aquel país
que a veces se nos antojaba casi nuestra metrópoli colonial, en aquella cultura
que tan ajena nos parecía. Y, claro, también gracias a los libros de MIR,
Raduga, Progreso... aunque nos riéramos tanto del trasnochado tono de
español arcaico de las traducciones.(32) Libros como Un hombre de verdad,
de Boris Polevoi; y El sentido de mi vida, las memorias del diseñador de
aviones Yakóvlev, moldearon a una generación. Los hombres de Panfilov y La
carretera de Volokolamsk iban en las mochilas de nuestros milicianos en la
epopeya de la limpia del Escambray. La Nebulosa de Andrómeda de Iban
Efrémov; Qué difícil es ser Dios y Cataclismo en Iris de los
hermanos Strugastsky; La tripulación del Mekong de Volkunski y
Lukodianov; Jinetes del mundo incógnito de los Abramov, entre otras
muchas, nos enseñaron que la buena ciencia-ficción también podía escribirse sin
extraterrestres agresivos ni guerras estelares. Y cuando llegaba la
codiciadísima Sputnik, desaparecía en horas de los estanquillos (33), y La
mujer soviética, Unión Soviética (34), El deporte en la URSS, Panorama
Olímpico (35) Misha, también se leían bastante, además de servir
para forrar libretas y libros por el excelente papel satinado de sus
portadas.(36)
Mirando atrás desde el 2001, para
la más joven generación que creció después del derrumbe del muro de Berlín y
que considera los CDs como algo cotidiano y no una maravilla tecnológica,
resulta difícil hasta imaginarse lo profundo del aislamiento tecnológico y
cultural en que vivíamos entonces aquí en Cuba (37) ¿El bloqueo? Quizás. Lo
cierto es que para nosotros, los crecidos en los 70 y los 80, cuando el último
grito de la técnica eran el tocadiscos Radiotécnica y el radio Selena,
(38) la cultura rusa fue una influencia subyacente pero sólida y constante en
muchas esferas de la cotidianeidad, símbolo contradictorio a la vez de
modernidad y fealdad, de resistencia extrema y falta de calidad... ambivalencia
que moduló por décadas la actitud de los cubanos hacia todo lo bolo.
Veamos algunos renglones, algunos
ejemplos:
1-PARQUE AUTOMOTRIZ. Los Moskvichs, Volgas, Nivas y Ladas consumían menos gasolina,
echaban menos humo, sonaban menos, eran más cómodos y lucían mejor... al menos
en teoría... pero tampoco importaba: eran símbolos de status, de modernidad, de
adelanto. Aunque los viejos carros americanos fueran bombas de humo rodantes,
eran para toda la vida, incluso sin piezas de repuesto, y sus carrocerías mil
veces chapisteadas eran de hierro (aún lo son) y no de tubito de pasta de
dientes. Cualquier flamante Lada 1600 que chocara con un tartajeante Plymouth
del 49 quedaba para chatarra, lo sabían hasta los niños. Claro, si era un Chaika
blindado de los que usaba el Buró Político, ya eran otros cinco pesos.
Pero, blindadas o no, todos preferían manejar las escobitas nuevas... y
todavía hay bastantes por ahí, barriendo, digo rodando... (39)
Las motos Ural, auténticos
camiones con sidecar copiadas de las BMW tomadas de trofeo a los nazis
en la Gran Guerra Patria, aún circulan también, con bastantes adaptaciones de
nuestros Hell Angels insulares (40) Eran las dos ruedas que había para
resolver, y vaya si resolvían. Hasta sofás se cargaban en aquellas heroicas
motos... y cinco pasajeros a bordo de una Ural con sidecar no era récord
para nada.
De los KP3, GAZ, KAMAZ y
otros camiones, hasta Fidel tuvo que confesar en el 90 que eran máquinas muy
bien diseñadas... para gastar petróleo. Y, hermetizados contra las bajas
temperaturas siberianas, eran auténticos hornos rodantes. Pero la fama de asesinos
de chóferes que trajeron de la URSS duró hasta que cayeron en manos de
nuestros paticalientes ases del volante... que los asesinaron a ellos,
como dice Frank Delgado en la introducción de su delicioso tema Konchalovsky
hace rato que no monta en Lada (ver Apéndice I).
2-AVIACION. Nuestra Cubana de Aviación, siempre heroica, (41) surcó por décadas
los cielos del mundo con aviones soviéticos, relativamente lentos y también muy
gastadores, pero seguros (mientras hubo piezas de repuesto). Fue desde que los
vetustos Super Constellation y Bristol Britannia de antes del 59
dejaron de creer en milagros mecánicos y se negaron rotundamente a despegar...
al menos enteros. Los An-2 de fumigación vuelan aún, los paticos An-24
estuvieron haciendo rutas nacionales hasta hace muy poco, como los primos
hermanos Yak 40 y 42, los viejos Tu-154 y el antiquísimo Il-18.
Y si bien nunca tuvimos chance de ver aterrizar por Boyeros el supersónico y
espigado Tu-144 (42) todavía nuestro primer mandatario recurre a su casi
vetusto pero segurísimo Il-62-M cada vez que tiene que viajar.
3-ELECTRODOMÉSTICOS. Dentro de esta nunca demasiado criticada categoría de producción eslava
estaban las indestructibles lavadoras Aurika (43) y los televisores Electrón,
Rubin y Krim, que todavía sirven para ver la novela en no pocos
hogares cubanos. Desde aquellos mastodónticos aires acondicionados que tantos
hogares incendiaron, hasta sus primos menos adelantados, los ventiladores Orbita...
Sin careta, porque originalmente están concebidos como una pieza más de ciertos
refrigeradores... pero nos aliviaron tantos tórridos veranos (44) ¿Feos? Vaya
si lo eran todos... Verdaderas monstruosidades de diseño, pero hechas a prueba
de bala. ¿Y cuántos no echamos de menos aquel piñazo sobre el televisor cuando
los controles vertical u horizontal se desajustaban, o la patada al
refrigerador cuando su motor se negaba a arrancar? Gestos que ya pasaron a
formar parte del acervo mímico nacional... aunque nuestros electrodomésticos de
hoy, japoneses, chinos y coreanos no agradezcan tan cariñoso
tratamiento.
4-RELOJERIA. Ah, aquellos Raketa, Zaria y Poljot que pesaban toneladas en
la muñeca, y cuyos cristales se empañaban casi de respirarles cerca. Aquellos
despertadores titánicos, marcas Slava y Sevani, que resistían
botazos y mandobles con la almohada, que sonaban cuando les daba la gana y
daban la hora que mejor les parecía... Pero, pensándolo bien ¿no es esa la
única hora que le ha interesado siempre a este pueblo genéticamente alérgico a
todo lo que parezca puntualidad germana o precisión británica? Y ahora...
sentir el pitido electrónico de un moderno radio-despertador digital y saber
que es esa la hora, la misma a la que uno eligió despertarse, inapelable, sin
troque ni factor sorpresa que valga... Qué enervante. Qué aburrido ¿no?
5-INDUSTRIA LIGERA. Bajo el genérico rótulo se agrupan tantos objetos familiares por décadas,
casi amigos, ahora vetustas reliquias domésticas que cada día escasean más y
ceden más terreno en nuestras casas a sus cromados, ultramodernos émulos
capitalistas. Aquellos bombillos que duraban años derramando su luz
amarillenta. Esas pilas secas que tan fácilmente se mojaban y sulfataban.
Aquellos abridores que se oxidaban al primer mes, o perdían el filo, o se
hacían pedacitos cuando se les pulverizaban los remaches que unían sus
piezas... y los otros, de rosca y estilo pinza, cuyo funcionamiento exacto
nadie comprendió jamás del todo. ¿Y qué decir de los juguetes rusos? Feos,
toscos, con las uniones de plástico llenas de rebabas... en una palabra: bolos.
Pero eran baratos, y cómo resolvían. Aquellas pistolas especiales y escudos,
espadas y cascos de plástico rojo aguantaban bastante más que aquellos
delicados, bellos y añorados básicos, no básicos y dirigidos made
in Hong-Kong y made in Singapore, que conmocionaban a los fiñes una
vez al año, por julio. Todavía algunos de aquellos artilugios eslavos a prueba
de chamacos cubanos andan dando vueltas por ahí, entizados con esparadrapo o
tape, pero en servicio activo tras haber divertido a tres generaciones...
6-PRODUCTOS ALIMENTICIOS. El solo empezar a acordarse da hambre. ¡Aquellos pomos de un tercio de
litro de puré de manzana! Y el resto de las compotas de pera o ciruelas
mostrando rozagantes y cachetudos bebitos eslavos en su etiqueta ¡cuántas
infancias cubanas no endulzaron! ¡Y qué magnífico suplemento diétetico
resultaban para los adolescentes! En el campismo o sobre todo en los 45 días de
la escuela al campo, las primeras veces que el niño criado, mimado y
bitongueado en su casa chocaba con el hambre pura y dura. O sea, con la sazón
de fuego de leña del campamento, con el arroz militar (45) y los otros dos
mosqueteros (46) Aquellas divinas, nunca bien ponderadas y baratas conservas de
ropavieja o estofado de res: la antológica carne rusa, marca Slava
(47), la de la vaquita... qué fácil se oxidaban las latas, qué
pésima presentación. Qué magnífico su contenido, una vez que se le agregaba una
buena salsa. Y la smetana, con su característico sabor entre yogurt y queso,
tan llorada aún por nuestros gourmets caribeños.
Aquel vodka Stolichnaya y
aquel coñac armenio baratísimo en todos los mercados, mosqueándose ante el
ronero chovinismo de nuestros curdas. Aquella sabrosa sopa salianska que
servían en el llorado restaurante Moscú de O entre Humboldt y 23, antes
de que se quemara... Aquel espeso borsh a la marinera, hecho de yogurt y
coles que a todos los que tuvimos un vecinito o una noviecita rusos nos tocó un
día la hazaña de probar por primera vez... y sin hacer arqueadas. Tantos
embajadores de la rica cocina eslava y el acervo gastronómico ruso que
estuvieron presentes por décadas en nuestro repertorio culinario, aunque fuera
como una opción marginal al criollísimo bistec de puerco con congrís y yuca con
mojo y la garapiña heladita, tan guajira.
Los mismos cubanos que regresaban
contando de la nieve en la Plaza Roja, del lujo increíble de las estaciones del
Metro moscovita y de las bellas noches blancas de Leningrado (48), trajeron,
además de cuentos y bellas eslavas embarazadas, todo un flamante concepto de
decoración doméstica, junto con toneladas de souvenirs de la riquísima
artesanía popular rusa. ¿Quién no tuvo o soñó tener en el aparador de su casa
una matrioshka de veinte o más muñequitas? Algunos cubanos fueron más allá y
cargaron a su regreso al terruño con titánicos samovares de cobre, con teteras
eléctricas y juegos de té y todo. (49) Así, la costumbre de tomar la delicada
infusión, que hasta el 59 fue inglesa y aristocrática, se popularizó entre
nosotros, y luego se volvió patrimonio de artistas y bohemios tropicales
trasnochadores.
Otros, considerando con astucia
guajira la relación peso-espacio a cubrir, cargaron con enormes afiches del
Kremlin y la policromada catedral de San Basilio (50) que aún hoy se aferran
tercamente a algunas paredes habaneras, muy desteñidos por la sobredosis de luz
de este implacable trópico. Y hubo otras mil chucherías rusas adornando las
salas cubanas: desde cucharas campesinas talladas en madera y reproducciones de
llaves de las murallas de ciudades medievales del Báltico, hasta la hoy
ultrakitsch agenda con la musiquita de La Internacional que muestra
henchido de orgullo el personaje de Pistolita interpretado por Enrique
Molina, en Hacerse el sueco, la más reciente comedia de Daniel Díaz
Torres (51)
En los cuartos de las casas cubanas
las alfombras, unas de grueso fieltro industrial, y otras notables piezas de
artesanía de los pueblos de Asia Central, resistieron largamente una pelea de
mono a león con el polvo, el churre y el calor tropicales. Hubo cuernos
lituanos para beber hidromiel junto con astas de ciervo y hasta de alce, y
cabezas de jabalí para adornar la pared. Tiubeteikas tradicionales
uzbekas se colgaron de nuestras sombrereras junto a la boina gallega y el yarey
guajiro. Y cuántos gruesos abrigos enguatados y chaikas de piel peluda
no permitieron y permiten aún a su orondo y nostálgico poseedor pasearse con la
sensación de invulnerabilidad que da una escafandra cósmica en medio de
nuestros más helados frentes fríos ¡Nada en comparación con los veintipico bajo
cero de Moscú en diciembre! Sin contar con esas botas altas de mujer,
interiormente forradas de cálida piel de cordero, verdaderas saunas de torturar
pies en este clima, que enmohecieron en los escaparates caribeños mientras su
dueña prefería gastar pares y pares de frescas chancletas metedeos, entretanto
no había una salida de verdad...
Del resto de la ropa, mejor ni
hablar. Los cubanos hemos tenido siempre una sensibilidad especial para
detectar lo cheo. Y aquellos trajes rusos que parecían cortados a
serrucho, y aquellos zapatos tan... bolos, sin duda alguna lo eran, y
mucho,
De la cultura, más allá de
libros, películas y dibujos animados (ver Apéndice II), aún quedaría
mucho por decir. El circo soviético en su habitual sede de la Ciudad Deportiva
alimentó los sueños y las risas de dos generaciones de fiñes con sus acróbatas,
domadores, jinetes y payasos. La fiel claque balletómana del Gran Teatro de la
Habana aún recuerda entre suspiros a la ingrávida Maya Plisétskaya al frente
del Ballet del Teatro Bolshoi. Hasta nuestros más curtidos bailadores de
guaguancó y columbia de solar fruncían el ceño admirados ante las corvas de
hierro que permitían a los bailarines rusos dar aquellos saltos increíbles y
alternar vertiginosamente las piernas a ras del suelo en sus danzas clásicas. Y
si bien la supervedette soviética Ala Pugachova cantando Arlequino
no convencía a muchos, todos nos sabíamos Katiuska, Noches de Moscú y
hasta Ojos negros. Y los rockeros made in Patio de María aún
podemos repetir los nombres de aquellos grupos rusos que escuchamos en
cassettes mal grabados, contentos de que socialismo y heavy-metal no
fueran siempre conceptos antagónicos: La Máquina del Tiempo, Café Negro,
Nautilus Pompilius, Aria y Stas Tiomin, que hasta tocó en esta
perdida islita... Lo mismo que los amantes de la música electroacústica espacial
al estilo Jean Michel-Jarré no podremos olvidar nunca aquellos LPs de los
lituanos Zodiac... ni muchos de los trovadores de la novísima generación
el ronco y desgarrador estilo de aquel Visotsky botando el alma en cada
guitarrazo crítico.
De la ayuda prestada a nuestro
naciente deporte revolucionario por la URSS es poco todo lo que se diga.
Disciplinas como el boxeo y la esgrima no serían la fuente sostenida de
medallas que son hoy sin los técnicos entrenadores de la hermana nación. Como a
nuestra economía: no tendríamos combinadas cañeras sin aquella primera fábrica
de KTPs, ni sería lo mismo nuestra industria minera sin sus maquinarias, ni la
textil, ni nuestros puertos, ni nuestra flota mercante y pesquera.
De pronto, cuando más inamovible
parecía el coloso, demostró tener los pies de barro. No fue cosa de un día ni
dos ni tres, pero fue. Murió el aparentemente eterno Brehznev, y tras los
breves e inestables Andropov y Chernenko, llegó el fatídico 89. Y los aires de
renovación traídos por Gorbachov (52) soplaron tan fuerte a través de las
telarañas de la corrupción, la doble moral y la burocracia, que el castillo de
naipes se derrumbó. Tras el Gorba-show cayó el Muro de Berlín... y todo lo
demás, incluidos CAME y Pacto de Varsovia. Fue el llamado efecto dominó, al
que Cuba sobrevivió contra todo pronóstico. (53) y Fukuyama vaticinó muy orondo
el fin de la historia.
Luego, hemos estado demasiado
atribulados tratando de resistir y de paso desarrollarnos como para
preocuparnos mucho por los antiguos hermanos. Sin los millones de toneladas de
petróleo que el coloso europeo nos suministraba a precios ridículos a cambio de
nuestra zafra, sin piezas de repuesto, hubo que buscar alternativas económicas
en China y otros países, ir tirando de donación humanitaria en donación
humanitaria, comprar con los carísimos dólares en el mercado...
Muchos dejaron de entender lo que
estaba pasando. Cambiaron mil cosas que parecían eternas. La Casa de la Amistad
Cubano-soviética en Paseo y 17 pasó a ser simplemente Casa de la Amistad. El
mundo, de la noche a la mañana, se volvió unipolar. Se acabó la guerra fría, y
el Ejército Rojo empezó a ser licenciado masivamente mientras muchos se
preocupaban por el destino de tantas armas y tanto misil con ojiva nuclear en
medio de aquel río revuelto. Empezamos a ver muñequitos de Mickey y el Pato
Donald como plato fuerte de la tanda infantil. La bandera y el escudo de la hoz
y el martillo ya no estuvieron más. Se devaluó el rublo, el boyante programa
espacial casi se paralizó, y primero la Unión de Repúblicas Independientes y
luego Rusia y Bielorrusia se volvieron más lejanas e incomprensibles que nunca.
Los asesores e ingenieros regresaban a su patria revuelta, con el ceño fruncido
de preocupación, y algunos amigos agua tibia se fueron con su padre o su
madre para no volver más o hacerlo solo esporádicamente. Como en una pesadilla,
nos enteramos de que los esposos Rosenberg sí habían estado en la nómina de la
KGB, oímos hablar de la naciente y ultraviolenta mafia rusa que ofrecía una
ocupación rentable a los miles de comandos y spetnatz desmovilizados, vino
primero Nagorny-Karabaj y luego Chechenia, guerras civiles en la antes
indisoluble Unión, supimos de un McDonalds en la Plaza Roja, de la demolición
de estatuas de Lenin, de una estatua de Frank Zappa en Vilnius, Lituania, de
neomonárquicos vitoreando el regreso de los Romanov en Moscú, de anarquistas en
Minsk y neonazis en Letonia. Era el mundo al revés, era el caos: vino Yeltsin,
luego Putin...
Desde entonces ¡quién lo iba a
decir! ya han pasado 12 años, y seguimos aquí. La historia se sigue haciendo,
cada día. Y a la pregunta de ¿qué dejaron realmente los rusos en Cuba? solo es
posible darle una única y contundente respuesta: Recuerdos. Buenos y
malos... ¡pero cuántos!
Aunque, tal vez, algo más...
cierta indefinible nostalgia de lo que fue y ya no es. En el momento en que
escribo estas líneas un ciclo de cine soviético en el Riviera ve
llenarse la sala de espectadores con caras de añoranza, y un amigo agua
tibia me comunica, en ese tono de secreto que algunos no han podido cambiar
desde la Guerra Fría, que la antigua sede diplomática soviética, hoy Embajada
Rusa, está considerando seriamente ¡al fin! crear una Asociación de Rusos-Cubanos...
o algo así...
Yo no hablo ni entiendo ruso. No
puedo mostrar un Stepanov o un Vladimirov como sonoros patronímicos. Mi padre
nació en Vázquez, provincia de Las Tunas y mi madre en Güines, La Habana, por
tanto soy lo que se dice criollo y reyoyo... Pero me pregunto si me
dejarán entrar... no siempre, sino alguna que otra vez, al menos como invitado,
a las sesiones de esa futura Asociación de Aguas Tibias.
No sería necesario mucho para
hacerme feliz. No aspiro ni a ríos de vodka ni a festines
nostálgico-pantagruélicos con fuentes de carne rusa y ollas de borsh... Solo a
que, cuando vayan a proyectar algunos muñequitos... como aquel El enigma del
tercer planeta, de ciencia-ficción y con guión de Kir Bulichev, o Dobrinia
Nikitich... algunas películas... como El hombre anfibio o Piratas
del Siglo XX... algunos documentales... como aquellos inolvidables Quiero
saberlo todo... me dejen sentarme quitecito en una esquinita, mirando la
pantalla.
Y así, transportarme por unos
momentos a la única tierra de la felicidad que de veras existe: los recuerdos,
el pasado, la infancia... A ese pedacito de nuestra vida en que los rusos eran
parte de la cotidianeidad, y parecía que nunca iban a dejar de serlo.
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