Tamara
Cada
noche Tamara escuchaba el llanto de un niño, interminable, inquietante, y una
voz femenina, tal vez de la madre, que trataba de consolarlo.
Tras
la pared no se oía claramente lo que decía, al parecer también le cantaba algo,
una canción muy monótona y triste que tampoco la dejaba dormir. Por eso ella
salía al pasillo con la enorme tetera metálica para hacerse un té en la cocina
colectiva que estaba al final del pasillo. La enorme tetera gris era pesada,
por eso Tamara siempre calentaba poca agua, además así hervía más rápido y ella
se quedaba en la cocina a esperar.
En
realidad trataba de salir lo menos posible de su habitación, ese era el único
lugar de aquella residencia estudiantil donde se sentía más o menos tranquila.
El pasillo, la cocina y sobre todo el baño le parecían sombríos y peligrosos, más
aún de noche. Por suerte, en aquel cuarto de unos 20 metros cuadrados vivía
sola, en los otros vivían dos e incluso tres estudiantes. Su habitación se
encontraba a la derecha de la escalera central, habitada por las chicas, mientras
el lado contrario del pasillo estaba destinado a los chicos, pero los
matrimonios podían vivir tanto en una parte como en la otra. Los hombres tenían
en el pasillo opuesto su propia cocina y su cuarto de baño.
A
veces, cuando iba a la cocina a calentar el agua para el té, salía también de la
habitación de al lado un hombre, posiblemente podría ser el padre del niño, era
bastante delgado, de hombros caídos y pelo largo y desgreñado. Al final del
pasillo había una ventana, que estaba cerrada por el frío, pero allí se reunían
a fumar aquellos que no podían hacerlo en su propio cuarto. Aquel hombre no
podía fumar por el niño, seguramente.
Tamara
podía ver sus dedos que sujetaban el cigarrillo y le temblaban un poco, como si
estuviera nervioso. A veces se ponía de espalda y miraba el mismo paisaje
invernal, blanco y desierto. El blancor de la nieve le daba un aire puro y
limpio, pero el color del cielo casi siempre era plomizo.
Tamara
nunca había hablado con aquel hombre, a pesar de que lo veía casi todas las
noches, sólo suponía que era el padre del niño porque vivía en el cuarto de al
lado, de donde se oía el llanto de un bebé. Cuando Tamara regresaba al cuarto
con la tetera caliente, le parecía sentir en su espalda la mirada de aquel
hombre, pero no podría decir con seguridad que la miraba, porque nunca se había
vuelto para comprobarlo. Además, nunca lo había visto por el día, y le hubiera
resultado difícil imaginarlo en otro lugar, fuera de aquel viejo edificio
polvoriento. A veces le parecía que aquel hombre sólo existía en su
imaginación, como complemento a la ventana oscura, al frío y sucio pasillo y al
olor del tabaco de cigarrillos sin filtro que sólo se fumaban en Rusia.
Cuando
no estaba aquel hombre, Tamara sentía más miedo. Le parecía que aquel pasillo
estaba habitado por otros personajes, invisibles, pero malignos, que la
observaban y trataban de transmitirle algún mensaje.
A
veces ella también se acercaba a la ventana y alzaba los ojos para buscar en
aquel espacio gris donde antes se encontraba el cielo, algo que pudiera
consolarla.
“Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?”
Nunca
había rezado en su vida, pero cuando miraba al cielo le dirigía un ruego,
aunque no sabía a ciencia cierta a quién iba dirigido.
Era
difícil creer que sólo hace unos meses era verano, ella se encontraba todavía en Cuba y estaba sentada
en el malecón con Víctor y se sentía totalmente feliz. Podía recordar que oscurecía,
se encendían uno a uno los faroles, la luz del faro del Morro pasaba por encima
de sus cabezas. El mar estaba tranquilo y liso como un cristal y tenía ese
color azul turquesa que tanto le gustaba a Tamara.
Algo
realmente mágico había en el aire aquella tarde, pues de pronto Víctor le
empezó a leer un poema de un poeta ruso, Alexander Blok.
Por las noches en los restoranes
El aire es caliente y salvaje
Y los gritos de los borrachos
Se esparcen en el aire primaveral, perverso.
A lo lejos, sobre el polvo de los callejones,
Sobre el aburrimiento de los chalé
Puede verse el cartel de una panadería
Y escucharse el llanto de un niño.
Y cada noche, tras los cercados
Con sus bombines a la moda
Pasean entre los baches con sus damas
Hombres estropedos por la vida.
Los remos rechinan sobre el lago,
Y las mujeres gritan asustadas
Mientras desde el cielo, acostumbrado a todo
Hace muecas sin sentido un disco.
Cada noche ese amigo único
Se refleja en mi vaso oscuro,
Al igual que yo, está embriagado
Por ese líquido amargo y misterioso.
Junto a nosotros en las mesas vecinas
Aguardan los camareros, somnolientos,
Y los borrachos con ojos de conejos
Gritan «In vino veritas!»
Y cada noche a la hora indicada
(¿O solo se trata de un sueño?)
Una silueta de mujer, ceñida de seda,
Avanza en las tinieblas tras el cristal.
Ella pasa lentamente entre los borrachos
Siempre sola, sin compañía,
Tejida de perfume y neblina
Y se sienta junto a la ventana.
Sus sedas recuerdan viejas sagas
El sombrero adornado de plumas negras
Rememora viejas pérdidas,
Antiguas gemas adornan sus dedos.
Cautivado por su extraña cercanía
Quedo prendido a su velo
Y veo tras él una orilla encantada
Y un lejano paisaje de embrujo.
En mis manos está el secreto
Alguien me entregó la llave
Y todos los confines de mi alma
Están colmados del amargo vino.
Las plumas negras de avestruz
Se mecen suavemente ante mis ojos
Y sus ojos azules sin fondo
Florecen desde la otra orilla.
En mi alma se esconde un tesoro
¡Solo yo tengo la llave!
Tienes razón, ebrio monstruo,
Lo sé, la verdad está en el vino.
Tamara
conocía ese poema, poema “A una desconocida”, y le molestaba mucho la
conclusión a la que llegaba el autor al final: “In vino veritas” (la verdad
está en el vino). Ella se sabía de memoria otro poema de Blok, un poema sobre
la primavera y la fe, sobre una princesa que espera a un príncipe en su
castillo, y lo leyó también en voz alta.
Tan inspirada, tan emocionada
Cantaba la primavera la princesa
Que le dije: Ten cuidado,
Pues podrías llorar por mí.
Pero sus manos tocaron mis hombros
Y escuche: No, perdona.
Toma tu espada, prepárate para el combate
Te protegeré en el camino.
Ve, ve, volverás joven
Y fiel a tu juramento
Yo conservaré mi helada soledad
Me enceraré en mi castillo de cristal.
Me albergaré en la alegría de las miradas
Y pasarán tranquilamente los años
Alrededor del castillo se escuchará el viento
Y en transparente arroyuelo arrastrará sus
aguas
Estoy lista para un encuentro tardío
Y te esperaré con los brazos abiertos
A ti, que traerás del combate
En el filo de tu espada, brillando, la
primavera.
El horizonte oculta con un telón azul
El castillo, la torre y tu figura.
Perdona, princesa, es largo mi camino.
Voy a por la ardiente primavera.
Ahora
le parecía imposible que existiera el malecón, la Rampa, el mar. Estaba
viviendo en una ciudad donde no había mar, y se sentía como presa. Sus estudios
en el instituto eran bastante aburridos, lo único bueno que tenían es que podía
faltar a las clases, pero entonces se quedaba en aquella habitación empapelada
de amarillo, fría y sombría donde hacía tanto frío que siempre debía tener
encendida una estufa eléctrica.
Incluso había llegado a pensar que seguramente
en el infierno no hacía calor, como solían pensar todos, y que eso de los
calderos con aceite hirviendo era puro cuento, estaba segura de que en el
infierno hacía frío, ese frío que cala hasta los huesos y hiela el alma. La
ausencia del sol era una de las cosas que más la afectaba, así como el hecho de
que a las 4 de la tarde ya oscurecía. En aquel edificio parecía como si en todo
el mundo no hubiera ni sol, ni verano, ni amor…
Sólo
podía leer, ese gran remedio para cualquier pena que descubrió en su infancia,
y esperar. En la penumbra de su cuarto tejía interminables jerséis de lana,
para abrigarse y para que el tiempo pasara más rápido, y le parecía que en esa
labor estaba oculto un profundo sentido filosófico. Un punto seguía al otro, y
otro más, hasta formar una fila. En cada momento concreto ella está haciendo un
punto más, se encontraba en un punto del
tejido.
Sólo
Dios, que veía todo el tejido ya acabado y sabía cual era el dibujo, tenía una
visión de cómo se unirían los puntos. Dios veía todos los tejidos a la vez, las
vidas de todas las personas del mundo en lazadas en un enorme cuadro
multicolor. Sólo esa idea le daba cierto sentido a esa espera similar a la de
Penélope, la idea de que Dios había creado esa trama con cierto fin que Tamara
no acababa de entender.
Claro
que ella estaba esperando a Víctor, a pesar de haber roto ella misma esa
relación. Su destino era el mismo que el
de todas de todas las mujeres, esperar.
Víctor
también la estuvo esperando, incluso había ido al aeropuerto a recibirla,
cuando ella llegó por fin a Moscú.
Cuando Tamara salió con su maleta por las puertas, Víctor estaba allí,
con un traje gris que lo hacía parecer un empleado de banco. Esa vez tampoco le
regaló flores, como tampoco le regaló cuando estaban en Cuba, donde las flores eran
tan baratas.
Nunca
le regaló ni una flor, nunca le había dicho que la quería. Si en el cine no se
hubiera ido la luz aquella tarde, y no se hubieran besado casi de casualidad, tal
vez nunca hubiera ocurrido lo que ocurrió después.
En
Cuba iban a Guanabo, a la playa, nadaban, tomaban el sol.
Los
domingos paseaban por la Habana Vieja, comían en una pizzería, volvían por el
malecón andando.
En
Moscú todo cambió. La primera noche que salieron juntos fue también la última.
Víctor la invitó a casa de unos amigos. En realidad, sólo estaba en casa su
amigo, su mujer estaba en la casa de campo, en la dacha. Vinieron otros hombres
más, era como una fiesta de solteros, Tamara era la única mujer. Había una
botella de coñac, chocolates y café. En el espaldar de una de las sillas había
una falda de flores, seguramente de la mujer del amigo, pero todos insinuaban
que debería ser de otra mujer, pues la talla parecía bastante grande.
Alguien propuso poner una película pornográfica,
y Tamara no se atrevió a protestar, pero se sintió bastante molesta. Víctor se
prestó en cierto momento a enseñarle el apartamento, pero ella se negó, pues
pensó que esa invitación era también de doble sentido, como todo en aquel
apartamento, desordenado y sucio.
No
quería estar a solas con Víctor, tampoco
podía irse a casa sola, porque no conocía Moscú, y estuvieron allí bastante
rato, sentados en un sofá, sin hablarse, hasta que por fin terminó la película.
Luego
Víctor la acompaño hasta el apartamento donde Tamara se había alojado. Por fin
estaban juntos, pero Tamara se sentía muy, muy triste. Se despidieron en la
puerta con un frío beso.
Cuando entró al apartamento, entendió por qué
estaba tan triste. Sintió que debía separarse de Víctor, que no tenía ningún
sentido verlo otra vez, que no era la persona que ella se había inventado.
Lo
llamó unas dos horas más tarde, para darle tiempo de volver a su casa, y le
dijo que todo había terminado y que no la llamara más y no la buscara. Víctor
la escuchó en silenció y colgó sin decir una palabra.
A
veces le parecía que se encontraría con él por casualidad, por alguna razón
pesaba que sería en el metro, o cerca del metro. Ella conocía la estación donde
se encontraba el periódico en el que trabajaba Víctor, y si por algún motivo
pasaba por ese lugar, miraba atentamente a todos los hombres que caminaban por
la acera, como si tratara de reconocer su silueta. No sabía que Víctor había
llegado a ser el redactor jefe de su diario y solo viajaba en coche.
Por alguna razón le parecía que se encontraría
a Víctor cerca del Mac Donald’s de la calle Pushkin, el primer Mac Donald’s que
apareció en Moscú a finales de los años 80. Las colas que se armaban para
entrar salieron incluso en el libro de
Records de Guinnes. Durante mucho tiempo fue el único en Moscú, y allí se
reunía la gente joven. El instituto donde estudiaba Tamara estaba cerca de
aquel lugar, y a veces podía percibir un olor, no muy apetitoso, por cierto,
que provenía de allí.
Tamara
no podía en aquel entonces permitirse el lujo de comerse un bocadillo que
costaba casi dos dólares, pues recibía unos 25$ al mes, y por eso se imaginaba
su encuentro con Víctor fuera del local, en el parque que estaba junto a la
famosa cafetería. Cuando pasaba por ese parque, sobre todo por la tarde,
después de las clases, miraba disimuladamente a los hombres que estaban
sentados en los bancos, para poder
descubrirlo. Pero ese encuentro nunca ocurrió, Moscú es demasiado grande para
encuentros casuales, o ese encuentro no estaba previsto por el autor de la
trama, fuera quien fuese.
Ella
volvía entonces a su albergue polvoriento, ponía la tetera en uno de los cuatro
fogones de la cocina colectiva y esperaba a que hirviera el agua. Otra vez veía
al hombre que fumaba en la ventana del pasillo, escuchaba al niño llorando y el
interminable invierno se apoderaba nuevamente de su alma.
Verónica Pérez Konina (Proskurnina)
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