LA PENDIENTE



Es una ciudad siempre blanca, abierta y escondida entre los montes viejos de Crimea. El tren lentamente se arrastra por túneles, y esta proximidad simultánea de montañas y del mar llena el alma de una congoja mística, escamoteada por el encuentro. Ya se vislumbran a instantes unas bahías y a la izquierda la mirada busca el Monte Volado, en los adentros del cual se encontraban almacenes de armamentos en cantidad suficiente para continuar la resistencia hasta la victoria. También un hospital para todos los heridos del frente, bien escondido de bombardeos. Y todo fue volado en pleno julio de 1942, la península se estremeció como presintiendo las futuras hiroshimas. Y han quedado esos escómbros justo al lado del ferrocarril, buena tumba para los defensores heridos. Luego hicieron saltar las baterías que hubieran podido cubrir la retirada de los defensores y no hubo, cayeron prisioneros.

Yo amaba esta ciudad aun cuando conocía poco su historia. Antes, en los tiempos soviéticos era mucho más fácil enterarse de la primera defensa a mediados del siglo XIX que de la segunda en 1941-1942. Ambas resultaron ser heróicas gracias a la tontería crónica de los zares y los máximos líderes: primero permitir al enemigo, con una serie de estupideces, entrar hasta el máximo, y después armar una resistencia encarnizada. Y decenios de años la propaganda cantaba alabanzas al genio organizador del partido que levantó al pueblo a la lucha. Y nadie ya recordaba el centro de la ciudad en noviembre de 1920, cuando al entrar las tropas del comandante del ejercito Frunze al último baluarte del Ejército Blanco los árboles y los faroles estaban llenos de ahorcados.






Pero yo tuve mi propia experiencia, por poco fui testigo de como desapareció el cementerio francés. Se encontraba a mitad del camino hacia Balaklava, donde vivían mis padres. El cementerio era como una población pequeña de criptas construidas en 1856, después de la Guerra de Crimea. Había sobrevivido todos los combates de la última guerra, estaba destruidas sólo parcialmente. Al entrar en una cripta yo estaba atolondrado de haberme chocado cara a cara con la Historia misma. Aunque no tenía linterna, había luz suficiente para ver todo: dentro de las criptas estaban los combatientes franceses, al alcance de la mano, sin ataudes, sus uniformes conservaban colores rojo y azul. Me juré visitar este cementerio una y otra vez para sentir mejor todo. ¡Qué sorpresa e indignación sentí al saber que lo habían destruido a comienzos de los años 80! Dijeron que no debería atraer más a la OTAN como pretexto para sus visitas. Y eso que le quedaba esperar sólo una decena de años hasta el derrumbe del poder soviético.




Los montes alrededor de Balaklava protegían una base naval conocida en todo el mundo. La vigilaban con cohetes, se prohibía hacer fotos, debajo de una roca se había construido una planta única de reparación de submarinas. Se gastó un montón del presupuesto nacional, pero sirvió para poco: los túneles resultaron demasiado estrechos para las submarinas nuevas. Y la Bahía con dos diques, llena de manchas de aceite de tantas naves. Decenios de años se entraba a la ciudad y a esta base naval sólo por permiso especial, llamado “fronterizo”. Más tarde, en mi tiempo, los salvaconductos nos los hacíamos sólo para Balaklava. De estudiante viajaba allí anualmente para gozar del privilegio de bañarme en las playas salvajes donde en peor de los casos había relativamente poca gente. Me gustaba tomar el sol desnudo, leyendo o contemplando el monte verde. En la altura se asomaba un barril enorme de hierro al final de la cresta que subía del lado de la Bahía.  

Me atraían sus secretos. Pendía sobre el abismo a la altura de casi de 400 metros, mi alma de aventurero me llamaba hacia allí. Se decía que estaba al borde de una fortaleza edificada antes de la I Guerra Mundial. El barril lo llamaban de la Muerte, porque allí, según una leyenda, enjusticiaban a los rojos durante la Guerra Civil. Yo cruzaba el monte muchas veces cargado con una mochila con equipamiento de natación. El sendero al cruzar la valle Kefalovrisi (“Cabeza de fuente”, un nombre griego) sobresalía por encima del mar donde se desprendía bruscamente hacia una fila de playas llamadas “Shaitán” (a donde se baja por una escalera de cable), “de Plata”, “de Oro”, “Salvaje”, etc. Nadaba muy lejos usando patas de rana en los pies y en las manos, me agarraba a una boya grande y mística y miraba al barril, presintiendo nuestro encuentro.

Y una vez, como no hacía sol todavía, en vez de ir por el sendero de la costa fui por la pendiente. Había niebla y niebla, no se veía la cumbre. Olía a hierba seca de Crimea y al abismo de derecha se añadía la invisivilidad de lo que me esperaba. Las fortificaciones se abrieron de repente, cuando mi mirada buscaba ya el Barril de Muerte. Eran plazoletas, que daban al mar como balcones, destinadas para instalar cañones de fuego directo, una buena demostración de que siempre se estaban preparando para una guerra como la anterior. La niebla desvaneció de un tirón y se me abrieron las edificaciones de la Fortaleza del Sur, que resultaron ser unas cuevas inmensas guardadas en la roca.



El barril tenía más de dos metros de altura, era fuerte aunque bastante herrumbroso. No tenía ventanas, sólo una apertura por delante, por ambos lados estaba abierto, como le hubieran prevenido dos puertas, suficientemente grandes para empujar a cualquier grandulón. No era mi caso, pero conmigo tuvieron problemas. Como había entendido todo, los rojos ya me empujaban adentro, resistí a la entrada, después me agarré del marco de la puerta izquierda y ya me picaban con bayonetas para que no llevara conmigo a nadie. Ya me daba lástima que ellos no me habían matado como a mis amigos al rendirnos: primero les clavaban clavos en los hombros según el número de estrellas de grado militar, yo tenía dos en cada hombro, luego cortaban el cuerpo, sacaban las entrañas, etc. No sé por qué, pero me acordé de Cástor, mi caballo moro: junto con los otros, a los cuales nos daba lástima a matar, se esparcieron por el monte para no encontrar nunca a nuevos amos y morir de hambre.

Un culatazo me echó por fin afuera. No morí enseguida, porque la pendiente, rascandome los costados y rompiendo huesos me había frenado, un poco antes del duro golpe contra una roca ancha, a donde caían todos. Seguía con vida hasta el amanecer...

Después un otro joven pasó por aquella roca varias veces. El primer ascenso lo hizo por un sendero directo y empinado, habitado por lagartos y garrapatas (las sacudía con asco). El pendiente guardaba todavía en sus costados cajones para minas de morteros y cascos perforados, todos alemanes, lo que demostraba aquella táctica sorprendiente de los comandantes del ejercito stalinista: hacían a los soldados desembarcar en la playa y atacar de abajo. Pasó por aquel sitio debajo del Barril de la Muerte donde habían agonizado hombres en uniforme del Ejercito Blanco en aquel 1920, año de una rotunda catástrofe. Y fíjense, el comandante Frunze les había prometido dejarlos vivos...

Vladímir Kardail

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