Por amor al arte.



Por Verónica Pérez Konina
Yo nací en una familia de escritores, más bien de escritoras. Mi abuela por parte de padre, Carmen Lovelle, había escrito en 1961 una novela corta que se publicó en Lunes de Revolución. Se llamaba Diario de una mujer. Tuvo mucho éxito; mi abuela se hizo famosa de la noche a la mañana, por lo menos en Oriente, donde vivía. Incluso la llamaron desde La Habana y le propusieron que escribiera guiones de radio para una emisora. Pero mi abuela no se atrevió a dejar aquel pequeño pueblo cerca de Palma Soriano, Palmarito de Cauto, donde vivía. Hubiera tenido que cambiar completamente su vida. Ella era de origen gallego, y siempre había tenido los pies bien firmes sobre la tierra. Estaba casada, tenía cuatro hijos que seguían necesitando su atención, y ya en esa época tenía también varios nietos. No había podido hacer ninguna carrera universitaria, y a pesar de hablar bastante bien en inglés y haberse leído toda la literatura que estaba a su alcance, sólo había estudiado inglés y mecanografía y no tenía ningún diploma. Era una ama de casa, nunca había trabajado fuera del hogar, y creo por eso se quedó en su pueblo. Siguió escribiendo, pero no eran relatos de su vida, sino cuentos costumbristas, sobre guajiros, a los cuales conocía más bien de lejos. Influenciada por Samuel Feijóo, hizo un libro entero de relatos costumbristas. Sus padres habían sido dueños de tierras y bodegas, nunca trabajaron la tierra; se hicieron pobres con el paso del tiempo, pero nunca cultivaron ni un huerto. Cuando llegó a terminar aquel libro, ya nadie se acordaba de su novela en Lunes de Revolución, y a nadie le interesaban los relatos sobre guajiros ocurrentes y graciosos.
Mi madre, rusa, vivió más de 20 años en Cuba. Al volver a Rusia estuvo 10 años escribiendo un libro de memorias sobre su vida en Cuba, que tampoco llegó a terminar. Es por eso que mi padre decía, a veces con tristeza, que sus mujeres más cercanas eran escritoras, pero escritoras de un solo libro (yo misma había publicado un libro, Adolesciendo, a los 18 años, y luego durante más de 10 años no había vuelto a escribir nada en español). Por cierto, en el mismo concurso literario donde obtuve el primer lugar, mi abuela ganó una mención así que competí con mi propia abuela sin saberlo, y para colmo ¡le gané! Así de irreverente era yo de joven.
Como se puede ver, soy de una familia que aprecia mucho la literatura, una familia potencialmente literaria, por lo menos en su parte femenina. Lo de potencialmente lo digo porque muchas mujeres no llegan a ser escritoras, aunque podrían serlo, pues prefieren vivir la vida real a describirla, y en la vida de una mujer casada hay tantas preocupaciones y tantas cosas que hacer que no queda mucho espacio para escribir.
Pero a los 15 años yo no pensaba para nada en la vida matrimonial, creía más bien que no me casaría nunca. Sin embargo, la literatura me parecía lo más importante del mundo, más importante que la vida misma, porque la vida la conocía sólo a través de los libros y me pasaba todo el tiempo leyendo. La única profesión posible para mí en aquel entonces era la de escritora, pero nadie podía decirme qué debía hacer para llegar a serlo. Qué escribir y cómo —el cómo suele ser la parte más difícil. Así fue como empecé a escribir un diario donde apuntaba todo lo que me venía a la mente, sin preocuparme por el estilo ni por el contenido. Era algo que escribía sólo para mí misma. Años más tarde conservaba aún aquel cuaderno sin carátula y con varias fotos de novios que había tenido, flores disecadas (tal vez regaladas por ellos, ya no podía recordar esos detalles), poemas de Rilke, citas de Pasternak y de Marina Tsvetaieva. Casi todo lo que escribía allí eran relatos de cómo había conocido a algún muchacho de turno, todo muy romántico hasta el momento en que mi precipitado enamoramiento daba paso al más completo desencanto. Daba la impresión de que en aquel entonces estaba constantemente inmersa en un proceso continuo, primero de enamoramiento y luego, irremediablemente, de desencanto. Yo tuve la oportunidad de releer aquel diario años más tarde y no me explico cómo tenía tiempo además para ir a la universidad, estudiar, leer libros y comentar de paso mis impresiones.
Como futura escritora había decidido ingresar en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, creía que lo más importante era escribir algo, no importa qué, y así ir perfeccionando poco a poco el oficio. Pero muy pronto comprendí que aquello que nos enseñaban en la universidad no tenía nada que ver con la literatura —ni con la vida en general. Recuerdo que cuando estaba en el primer curso, el único primer curso que había en la Facultad de Periodismo, leí una entrevista en un periódico muy importante (nada menos que en el Granma) con un estudiante que supuestamente debería estudiar con nosotros, pero que nunca estudió en él (aparecían su nombre y apellidos). Era un estudiante inventado, que nunca estudió en nuestro grupo (que era el único que existía en la facultad). O sea, era una entrevista inventada, completamente falsa. Aquello era una prueba más que suficiente de la veracidad de nuestro periodismo.
Con el tiempo descubrí que mis estudios me habían provocado una fuerte alergia hacia cualquier prensa escrita, que hasta el día de hoy no he podido superar. Soy incapaz de leer un periódico, en cualquier idioma, de cualquier país, sin sentir que me están engañando de la forma más vil. A veces puedo leer algún periódico viejo, que ya no importa si es veraz o no, porque forma parte de una versión de los sucesos pasados que puede catalogarse como un fenómeno literario. Y en la literatura, a diferencia del la prensa, la ficción sí está permitida.
Escribir me parecía tan importante que seguí buscando cómo aprender a hacerlo. Creo que mi primer matrimonio fue parte de aquella búsqueda. Desde entonces aprendí a mirar todo lo que me sucedía como material para escribir un cuento o una novela y empecé a observar mi propia vida como desde fuera. Esto le quitaba y le sigue quitando intensidad a lo que me sucede, pero también me ayuda a distanciarme de los sufrimientos; cuando me pongo a pensar en cómo describir un momento desagradable al mismo tiempo que lo estoy viviendo ya lo vivo a medias, como desde fuera.
En aquella época había muchos talleres literarios, en cada municipio, en la Universidad, en cada pueblo. La mayoría de quienes asistían a los talleres eran hombres, recuerdo que durante mucho tiempo fui la única mujer que escribía prosa en mi taller municipal. La poesía era más popular entre las mujeres, pero aún así había muy pocas mujeres escritoras. Precisamente por eso, el taller me parecía el lugar ideal para conocer al “hombre de mi vida”, ese ser atractivo, joven, alto y escritor, por supuesto. Primero había conocido a Raúl, que era muy abierto y simpático, pero al poco tiempo descubrí que toda su intelectualidad radicaba en unas gafas doradas “montadas al aire” que llevaba siempre. Estas gafas estaban tan de moda por aquel entonces que las llevaban incluso quienes no tenían problemas de la vista. Usar gafas y tomar té en la famosa “Casa del té” que estaba enfrente de la Facultad de Periodismo, era la receta universal para hacerse pasar por intelectual. Raúl era precisamente de ese club; no sé, por cierto, si tomaba té o no, nunca me lo dijo, pero me confesó que nunca en su vida había leído una novela, le parecían todas demasiado largas y aburridas. Fue así como perdí todo mi interés por él. El hecho de no haberse leído nada más largo de diez páginas no le impedía escribir versos, muy románticos, puro almíbar, y estudiar una carrera universitaria (creo que algo técnico).
En general, en esa época había una cantidad enorme de gente que escribía, lo que escaseaban eran los lectores, o los oyentes, si se trataba de las lecturas en los talleres de turno.
Casi nadie estaba dispuesto a escuchar algo tan largo como un cuento; la poesía, en ese sentido, llevaba ventaja porque era siempre más corta. Raúl tampoco estaba dispuesto a convertirse en la víctima de mis experimentos literarios, y decidió presentarme a su amigo, que a diferencia de él, sí era capaz de leerse mis cuentos (y eso que escribo cuentos bastante cortos, casi nunca sobrepasan las 10 páginas), y había leído algunos libros. Conocía la obra completa de Martí, y eso provocó mi curiosidad. Se llamaba Vladimir, y bastó que me recitara de memoria algunos versos de nuestro poeta nacional para que se ganara mi simpatía. Era muy moreno y callado, y tenía un aire sombrío y serio, así que me parecía tener a mi lado a un verdadero hombre. Su silencio misterioso produjo en mí el mismo efecto embelesador que antes habían producido las gafas de Raúl. Creo que en general permanecer callado es la mejor táctica de un hombre, aunque muchos de mis coterráneos piensen justamente lo contrario. Estaba enamorada, sin duda, pero mi amor puramente espiritual, literario. Nos veíamos una vez a la semana, en el taller, y me parecía tan superior intelectualmente y tan distante, que no me atrevía a hablarle, así que decidí escribirle cartas. Me parecía la forma más adecuada de dialogar entre dos personas dedicadas a la literatura, y tenía además el ejemplo de tantas mujeres famosas que escribieron cartas a sus enamorados (para no ir muy lejos, las cartas de Tsvetaieva a Pasternak). A pesar de no haber tenido respuesta a ninguna de mis misivas, escribí más de diez. Me inspiraba el Diario de amor de la Avellaneda, que le había escrito cientos de cartas a un hombre que nunca la había amado y, para colmo, se había casado con otra. Me parecía demasiado atrevido entregarle estas cartas personalmente, además, alguien podía darse cuenta, así que se las enviaba por correo. Eran muy largas, estaban llenas de citas, poemas ajenos, ideas que había sacado de algún libro, eran como un suplemento postal de mi diario. Vladimir nunca me las devolvió, y es una lástima porque sería divertido leerlas ahora. Sólo sé que las había recibido y las había leído, nada más. Nunca me hizo ningún comentario sobre ellas.
Como no lograba que Vladimir me contestara, decidí invitarlo a mi casa. No hay nada mejor para conocer a una persona que visitar el lugar donde vive, y el cuarto donde yo vivía era bastante original. Tenía bueno libros, muchos discos y otras cosas que podían interesarle (en mi opinión). En una de las paredes de mi habitación estaba escrito a mano un poema de un poeta cubano caído en desgracia, y aquello me parecía el mayor atrevimiento del mundo. Era un poema bastante provocativo. Además, las iniciales de ese poeta eran HP, lo cual le daba a todo aquello un aire de doble sentido. Se trataba del poema de Heberto Padilla “Di la verdad.”
Siempre había pensado que aquel silencio de Vladimir escondía verdaderas revelaciones, y sólo esperaba el momento de hacerlo hablar. Pero lo primero que noté cuando entró era que no le había gustado para nada ni el cuarto, típico para una muchacha de 17 años educada dentro de la cultura hippie, ni el poema, firmado por HP. Tal vez era contrario al hábito de escribir en las paredes, conozco a muchas personas que lo son, pero yo siempre había creído que uno puede disponer al menos de las paredes de su propio cuarto (o de su celda, en caso extremo) para plasmar sus talentos de diseñador o de literato).
En fin, su severidad no disminuyó en lo más mínimo, y me dijo que tenía prisa y debía irse pronto. Empecé a contarle de los libros que me parecían más interesantes en mi biblioteca, quería prestarle algo para luego poder intercambiar opiniones, pero esto no provocó en Vladimir el más mínimo interés: seguía igual de sombrío y huraño. Sólo rompió el silencio para decirme que tenía una novia, sin que viniera al caso. Mantenían relaciones desde hacía años, lo cual me pareció magnífico, pero no entendí qué tenía que ver la novia con todo aquello. Callé por unos instantes, y sin ninguna relación lógica con la información que acababa de darme, Vladimir intentó abrazarme y besarme. Eso me asombró más todavía, pues contradecía completamente lo que había dicho sobre la novia. Yo lo había invitado a mi casa sin ninguna otra intención que hablar de literatura, y sin darme cuanta (ingenuidad de los 17 años) de que él podía verlo todo de otra manera. No entraba en mis planes tener una relación con un hombre que ni siquiera era capaz de hablar conmigo de nada serio, así que lo rechacé decididamente. Vladimir intentó un par de veces más abrazarme, parece que él no podía tampoco creerse que lo hubieran invitado simplemente para hablar de literatura, y era lo que menos estaba dispuesto a hacer, por lo visto. Por fin, cuando quedó claro que podía contar sólo con un vaso de té y algún libro para llevarse prestado, se ofendió muchísimo y se marchó sin despedirse.
Desde aquel día dejé de ir a aquel taller donde lo había conocido; me sentía avergonzada, como una tonta, (¡y en realidad lo era!) pero no me sentía culpable de lo que había pasado. Lo más curioso es que cuando vi por casualidad a Raúl y a Vladimir en el Festival de Cine Latinoamericano (estaban haciendo la cola para comprar las entradas) no quisieron ni saludarme ni comprarme una entrada. En el fondo creo que su amor por la literatura no era verdadero, a diferencia del mío.

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